Un eco ancestral

13 El viaje

El sol apenas comenzaba a asomarse. La mañana era hermosa, como si intentara alegrar mi día. Cerré con fuerza la puerta del auto, como si al hacerlo pudiera disipar mis pensamientos. La imagen de James seguía en mi mente; podía sentir su aliento fresco a menta, como si aún estuviera frente a mí.

Ruth encendió el auto, y el sonido del motor me devolvió a la realidad. De repente, recordé que me llevaba a un lugar desconocido. ¿Cómo había olvidado todo? Al parecer, mis movimientos habían sido por pura inercia.

—Ruth, ¿dónde me llevas? —pregunté, intentando comprender la importancia de este viaje.

Ella suspiró, sin quitar la vista de la carretera, y apretó el timón con fuerza, como si estuviera a punto de hablar de algo doloroso. Respiró profundamente antes de decir:

—Te llevaré a la casa de alguien muy importante para mí. Es la abuela de María. Ella siempre trabajó en mi casa, incluso cuando lo perdimos todo. Era como una gran abuela para mí —dijo, con una media sonrisa que reflejaba tanto dolor como admiración.

Sus palabras me sorprendieron. La conexión entre Ruth y María empezaba a cobrar sentido.

—¿María es como tu hermana, entonces? Se conocen desde pequeñas —pregunté, intentando asimilar la información.

—Sí, es mi hermana. Mi padre murió de un infarto, y mi madre enloqueció después. Estaba tan desestabilizada que, eventualmente, se quitó la vida. Ruth pasó una mano por su rostro, conteniendo las lágrimas. —Quedé completamente sola. Solo me quedaban María y su abuela. Tenía 18 años —dijo, mientras una lágrima rodaba por su mejilla.

Su confesión era devastadora. Sentía que compartíamos un dolor profundo. Yo entendía su angustia, pero Ruth había encontrado una manera de escapar a través del cigarro, ocultándose tras un carácter alegre.

—Ruth, nunca me habías contado esto. Siempre estás para mí, pero no es justo que enfrentes todo este dolor sola —dije con compasión.

—Tranquila, todo a su tiempo. No es fácil procesar el dolor, y mucho menos hablar de él —dijo, sonriéndome con tristeza. Hicimos un breve silencio mientras la carretera, flanqueada por frondosos árboles, nos llevaba a las afueras de la ciudad. Mi mente estaba llena de preguntas y una creciente inquietud.

—Ruth, ¿por qué vamos a verla justo hoy? —pregunté, con un nudo en el estómago.

—Porque ella sabe muchas cosas sobre esta tierra. Ya te dije, María puede ver más de lo que cualquiera puede, y su abuela guarda secretos aún más profundos —respondió. Sus palabras resonaron como un golpe inesperado. ¿Qué sabría esta anciana? Sentía que el momento para descubrirlo había llegado, aunque una parte de mí temía lo que podía encontrar.

—Ruth, ¿qué pasó con tu madre? ¿Por qué María nos acusó de brujas? No creo en esas cosas —dije, intentando parecer escéptica, pero sintiendo que todo empezaba a encajar.

—Mi madre tenía habilidades, pero perdió el control. Cuando se enojaba, todo a su alrededor estallaba. La situación empeoró hasta que un día, se cortó las venas. La encontraron en el sótano, desangrada, frente a unos libros extraños en los que repetía frases incomprensibles —su declaración me dejó atónita.

Un estruendoso eco parecía retumbar en mi cabeza, y mi respiración se volvía errática. La posibilidad de enloquecer como la madre de Ruth me aterraba. El auto frenó de golpe, deteniéndose en un camino de tierra con una casa antigua y deteriorada a unos metros. Estábamos en medio de la nada. Ruth abrió la puerta sin vacilar.

—Vamos —dijo con firmeza.

Sus pasos eran seguros, pero una inquietante sensación de desesperanza me envolvía. Sentía que algo en mí gritaba que nos fuéramos, pero al mismo tiempo, mi curiosidad me arrastraba hacia adelante. Ruth tocó la deteriorada puerta, y tras unos segundos, apareció una anciana con el rostro desgastado por el tiempo y la vida. Su vestido, deshilachado y viejo, reflejaba su precariedad.

—Abuela —dijo Ruth, abrazando a la anciana con una mezcla de alivio y añoranza. La anciana la recibió con una calidez inesperada. No pude evitar recordar a mi propia abuela y preguntarme qué secretos oscuros escondía esta mujer. La mirada de la anciana, fría y penetrante, me paralizó.

—Bienvenida —dijo con voz rasposa, invitándonos a pasar.

Al cruzar el umbral, un escalofriante presagio recorrió mi espalda. La casa, con su atmósfera opresiva, parecía guardar secretos oscuros que apenas empezábamos a descubrir.




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