Habían pasado dieciséis años desde la última vez que Lea lo había visto en persona, pero el Hijo Predilecto no había cambiado. Seguía siendo la misma figura alta y estilizada vestida de negro, con el escudo de la Casa de la Sombra y la Niebla bordada en azul oscuro sobre sus hombros. Su pelo rubio claro bien peinado quizás estaba un poco más corto, y sus ojos negros puede que fuesen más duros y afilados. A parte de eso, Kendrick seguía tal cual ella lo recordaba, un fae de la más alta nobleza muy estirado y tallado en piedra, los ángulos de su rostro hermosos, pero duros y cortantes.
Llegó acompañado de un pequeño séquito que Lea estudió desde su posición al lado de su padre, Gwilym, el general de la legión dannan y también el líder de su comunidad. De entre todos los recién llegados, Kendrick destacaba por encima del resto a pesar de no llevar puesta la corona ni el manto real bordado con el escudo de la Casa. No necesitaba nada de eso, en realidad. Su poder vibraba en el aire, llenando el lugar y los sentidos de la joven guerrera con él. Se preguntó si la recordaría, aunque lo más probable era que no. Lea sí había cambiado. Ya no era una niña pequeña de cinco años que no paraba de corretear por todos lados, sobre todo alrededor de las piernas de su padre cuando tenía alguna reunión importante, exigiendo que la dejase estar presente. Lea había crecido, ahora tenía veintiuno y aunque seguía gustándole corretear de aquí para allá como un cachorro que acaba de abrir los ojos y está descubriendo el mundo a su alrededor, ahora prefería orbitar alrededor de Gwilym para conseguir lo que quería de un manera más silenciosa, pero igualmente exigente.
Perdida en sus pensamientos mirando al Hijo Predilecto, Lea se arrodilló una fracción de segundo más tarde que el resto de los dannan presentes. La rodilla izquierda tocando el suelo y la mano derecha sobre el corazón, ese era uno de los saludos más respetuosos que se le podía dedicar a un gobernante de Elter. Había otro, más sumiso en el que las dos rodillas tocaban en suelo y el mentón el pecho, mientras la mano derecha descansaba sobre las costillas por encima del corazón, pero Kendrick no iba a encontrar ese saludo allí, en el territorio de los dannan. Puede que fueran sus súbditos y que vivieran en su Casa, pero no eran unos ciudadanos cualquiera. Eran los hijos Dannu, un pueblo a parte, con identidad propia y costumbres únicas que solo se arrodillaría por completo ante nadie más su verdadera diosa madre.
En otros territorios, como en el vecino del norte Agua y Cristal, los pueblos como ellos estaban sometidos y esclavizados, con no muchos más derechos que los sidhe. Pero Kendrick sabía que no podía hacer eso con los dannan. Puede que solo compusieran una fracción de su extenso ejército pero eran, sin duda, la mejor preparada de todas. Y por eso se encontraba allí ahora.
El conflicto con la Casa del Viento y la Tormenta se había reavivado una vez más. Nunca se había apagado del todo, y Lea sospechaba que nunca lo haría, pero la diferencia ahora era que habían pasado al ataque directo. Habían entrado en la Casa por el sur, aprovechando la frontera con Tierra de Nadie y las estrechas alianzas que habían cosechado en los últimos años con las restantes tres Casas del sur.
Lea no había visto la destrucción, pero había escuchado los detalles. Imaginarse las viviendas de los pequeños pueblos de aquella región reducidas a escombros hacía que la sangre hormiguease bajo su piel y que sus dedos buscasen las armas que llevaba repartidas por su cuerpo.
Se levantó cuando los demás lo hicieron y descubrió la mirada del Hijo Predilecto clavada en ella. Los ojos negros de Kendrick se toparon con los de Lea e inconscientemente, ella aguardó a sentir un pinchazo en el interior de su cabeza y una bruma ligera y fría buscando en su interior quién era ella, aunque lo más probable era que el gobernante de la Casa ya lo hubiera deducido. El parecido entre Lea y su padre era más que evidente, sobre todo si se los veía tal y como se encontraban ahora, hombro con hombro. Lea era la imagen de Gwilym en versión de femenina. La misma piel blanca a pesar de pasar horas al aire libre, lo que solo se reflejaba en las pecas que salpicaban su frente y su nariz. El mismo pelo negro y ondulado que nunca aguantaba bien peinado demasiado tiempo. Los mismos ojos del color del cielo justo antes del amanecer, o en el momento en el que el sol ya se ha ocultado y la noche ha caído, pero la oscuridad total todavía no se ha asentado. Azul cobalto bordeado de pestañas negras como la tinta sobre un rostro de ángulos suaves y hermosos. Su madre siempre decía que era imposible que Aileana se pareciera más a Gwilym, incluso si la hubiera parido él.
Lea esbozó una sonrisa educada al darse cuenta de que la niebla no llegaría, pero el gesto no tardó en morir en sus labios cuando el Hijo Predilecto desvió la mirada. Algo bailó en su rostro impertérrito cuando sus ojos oscuros se separaron de ella, pero la joven guerrera no pudo identificar lo que era. Solo sabía cómo le había sentado la falta de emoción ante su cortesía.
Lea apretó la boca hasta convertirla en una línea fina. Se contuvo de cerrar los puños y se limitó a entrelazar los dedos delante de ella, evitando así llevarse la mano a la espada que colgaba de su cinturón.
─Mi señor ─saludó Gwilym cuando Kendrick lo miró por fin.
─General Fforddludw ─respondió el Hijo Predilecto con un inclinación de cabeza menos profunda que la que el general le había dedicado─. Sabes a lo que hemos venido.
Lea no pudo evitar estremecerse ante su voz. Bonita y grave, pero también vacía y fría como una caverna abandonada. No le sorprendió lo más mínimo.