Un nido de víboras (un cuento oscuro, #0.2)

18

Lea se marchó antes de que el amanecer empezase a despuntar y de que Kendrick se levantase de la cama. Estuvo tentada a darle un beso, pero no lo hizo. Él no se movió ni cuando se levantó para vestirse con sus pantalones sencillos, una camisa fina y una chaqueta ligera. Cuando cerró la puerta tras de sí, no vio cómo él agarraba su lado la almohada y lo aproximaba a su rostro.

Lea llegó a Llanrhidian a media mañana. El sol brillaba tras una ligera capa de nubes algodonosas, el aire olía a madera húmeda, a flores que comenzaban a abrirse y a la brisa marina del mar cercano. Había añorado esos olores casi tanto como el aroma a miel que siempre acompañaba a su madre. No fue consciente hasta que sus brazos rodearon la cintura de Lea y ella enterró el rostro en su melena castaña.

─Te hemos echado de menos ─murmuró Maeve acariciando el pelo tranzado de su hija.

─Yo también a vosotros ─susurró ella al mismo tiempo rodeaba a su hermano pequeño por los hombros, abrazado a su pierna.

Su padre aguardaba tras ellos, a un par de pasos de distancia. Su rostro, expresivo como el de su hija, estaba cargado de una emoción que Lea solo había visto cuando él volvía de una campaña militar.

─Cuéntanos, ¿qué tal la vida de casada? ─preguntó su madre mientras caminaban cogidas de la mano.

Habían ido a esperarla a la entrada principal de la pequeña ciudad. Las botas de Lea no hacían ruido sobre el pavimento irregular de piedra, ni tampoco la espada que había recuperado del apartamento de la ciudad y que ahora se balanceada suavemente en su cadera, chocando contra su muslo con cada paso.

─Diferente ─dijo extendiendo la mano para que Rhys se la cogiese. Sonrió cuando su mirada se cruzó con la de su hermano, idéntica a la suya─. Estoy adaptándome todavía a lo que significa llevar esto puesto.

Levantó la mano entrelazada con la de su madre, en la que el anillo con el cobalto lanzaba pequeños destellos con cada movimiento. Maeve dijo algo a su lado,  pero Lea no la escuchó. Estaban atravesando una calle comercial, llena de pequeñas edificaciones con escaparates y tenderetes de diferentes colores. La vida bullía, zumbando como un pequeño enjambre. Voces con un acento familiar llegaron a sus oídos, haciendo que se estremeciese de añoranza.

Pasaron junto a una tienda en la que Lea solía comprar sus útiles de pintura. El matrimonio que lo regentaba la conocía desde que era muy pequeña y ella había comenzado a asistir a las clases que impartían el cuarto día de la semana por las tardes. La mujer y su hija más pequeña, un par de años más joven que Lea, se encontraban exponiendo algunos de los cuadros que los dibujos que los niños habían hecho esa semana. Todos ellos, desde los más talentosos hasta los menos; todo el mundo tenía un hueco en el amplio expositor destinado a ese fin. Las dos mujeres se giraron al oír voces tras ellas. Lea les sonrió. Ellas no le devolvieron el gesto.

La mueca se congeló en los labios de la joven guerrera. Su cabeza se llenó con un ruido estático y vibrante. Como el de una serpiente olisqueando el aire con su lengua bífida.

Lea se detuvo bruscamente. Su padre, que caminaba tras ellos, estuvo a punto de chocar con ella.

─Creo que voy a ir a dar una vuelta ─dijo con voz trémula.

─Acabas de llegar.

Lea negó con la cabeza, soltándose del agarre de su madre y de su hermano.

─Necesito estirar las piernas y despejar un poco la cabeza. Además, me apetece mucho ver los acantilados. No os creáis tan importantes ─dijo forzando una sonrisa socarrona─, no sois lo único que he añorado de Llanrhidian.

Se giró sin esperar contestación y echó a caminar con paso rápido. No quería que vieran su rostro más de lo necesario; a ellos no podía ocultarles nada.

Lea deseó haber escogido su manto con capucha a pesar de ser demasiado pesado para el clima primaveral. Con él podría haberse tapado el rostro, simular que era invisible. Los murmullos que acompañaban a sus pasos entre las calles estrechas que  tenía que transitar para llegar al límite de la ciudad le habrían llegado más amortiguados. Podría haber evitado con más facilidad las miradas de quienes se cruzaban con ella sin tener que ir con el mentón pegado al pecho. Echó a correr cuando el suelo bajo las suelas de sus botas pasó de ser piedra a convertirse en tierra compacta.

No se detuvo a pesar de las ramas que le golpearon el cuerpo como látigos. O como colas finas y reptilianas. Ni siquiera cuando estuvo a punto de caer al resbalar en un charco que no había llegado a secarse todavía. Solo paró cuando el bosque de abetos y robles terminó y dio paso a las retamas espinosas que le arañaron la piel por debajo de la tela del pantalón.

El mar azul infinito se extendió ante ella, plácido como una criatura viviente mientras dormía. El rumor de las olas al lamer los acantilados de piedra oscura y veteada sonaba como una respiración pausada. Una placidez que podía romperse en cualquier momento.

Lea se aproximó al acantilado con pasos vacilantes y se sentó cerca del borde. Desde donde se encontraba, con el día despejado, podía ver la Bruma, aquel extraño banco de niebla ponzoñosa que rodeaba Elter por todos los costados y que impedía saber qué había más allá. Respiró profundamente, embebiéndose del aroma de su tierra. Una tierra que había añorado de una manera casi dolorosa y que había esperado que la acogiera con los brazos abiertos, que la calmase, que hiciera desaparecer el siseo venenoso que parecía haberse instalado en la parte trasera de su cráneo. Pero lo que había encontrado era lo mismo que había querido dejar atrás.




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