No puedo estar más feliz y radiante esta mañana. Ni siquiera la lluvia torrencial que cae afuera y el frío insoportable que hace dentro del local han conseguido opacar la luz y el brillo que irradian mis ojos a raudales. No he parado de sonreír con cada comentario ridículo de Maga y hasta Alejandro se ha quedado mirándome extrañado como si hubiera acabado de salir de un psiquiátrico.
—¿Qué bicho le ha picado hoy? —pregunta Alejandro a Maga—. Se ve mucho más risueña de lo normal.
—El amor, el amor —contesta Maga intentando pronunciarlo con acento francés—.
—¿En serio? ¿La niña rara está saliendo con alguien?
—Te estoy escuchando idiota —agrego con ironía—.
—No me digas. ¿Quién es el desgraciado? Es decir, el afortunado.
—Eso no te incumbe.
—Es ese tal Leonardo, ¿cierto?
—¡Qué comes que adivinas!
—No olvides que el otro día me permitiste hurgar en tus pensamientos.
—Lo sé. Y es algo de lo que ahora me arrepiento.
Recuerdo entonces la apuesta que hicimos ese día. Me prometió alejarse de nosotras si perdía, pero afortunadamente acertó. No hubiera resistido la presión de tener la consciencia intranquila. Sobre todo, por Maga, con quien tiene una relación muy estrecha. Además, en esos primeros días Alejandro me parecía un tipo irritante y desagradable. Ahora, su presencia es muy importante. Lo digo en el sentido de que encontré al blanco perfecto donde desquitaría todos mis males.
—No entiendo nada de lo que están hablando —añade mi abuela desorientada—.
—Tonterías de adolescentes —contesto cariñosa—.
De pronto, una ráfaga de viento se cola por la entrada principal y revuelve los objetos de los mostradores, desde las camisetas, hasta los pósteres y discos. Maga resopla un tanto decepcionada y yo por fin dejo de sonreír adefesiosamente. Es Alejandro quien primero se pone de pie y se acerca al lugar del incidente. Yo lo sigo detrás, porque no me agrada que tome el protagonismo de la situación.
—¿Ese tal Leonardo es un buen chico? —me pregunta Alejandro mientras estamos en cuclillas recogiendo todas las cosas, repentinamente interesado—.
—Mejor que tú, sí —respondo tajante—. ¿Contento?
—Me alegro por ti —agrega reincorporándose y colocando varias camisetas en su respectivo lugar—. Espero que estén juntos toda la vida, se casen y tengan hijos…
—¿En serio?
—Por supuesto que no, chica. Nomás estaba tratando de ser amable contigo, pero resulta difícil.
—Idiota.
Examino cada caja de los CD que han caído para comprobar si alguno está roto o ha quedado sin su disco, pero todos están intactos, cosa que me causa alivio. Los recojo en mi regazo cuidadosamente, me levanto y los comienzo a acomodar en su respectiva sección de música. El idiota de Alejandro tenía razón en una cosa: todo estaba desordenado. Encontré varios CD de rock entre los de música urbana y los de salsa romántica entre los de bachata, por mencionar algunos ejemplos. Reconozco que nunca hube de prestarle atención a esos detalles, y afortunadamente a nadie (a excepción del pesado de Alejandro), había parecido importarle.
—Vaya, vaya, vaya… pero qué tenemos aquí.
Di media vuelta en dirección a Alejandro y me percaté de que llevaba un libro en la mano. ¿Es que iba a comenzar otra vez con sus bobadas? Me hice la desentendida y regresé mi atención a los CD.
—¿Lo tenías bien escondido no? —en cuestión de segundos lo tengo parado a mi costado—.
—No sé de qué me estás hablando…
—¿Me vas a negar que este libro es tuyo? Tu firma está plasmada en la primera hoja, junto a una nota: “Augustus Waters, mi amor platónico, claro que lo hago”
Esto no podía estar sucediendo. La persona menos indicada del mundo estaba dejando al descubierto una parte de mi pasado que había marcado mi adolescencia.
La historia es sencilla. Hace dos años, un libro llamado “Bajo la misma estrella” del autor superventas estadounidense John Green llegó a mis manos por casualidad. Era el último año en el instituto y me estaba preparando para la ceremonia de graduación. Unas semanas antes de dicho acontecimiento especial, una de mis compañeras de clase, Carolina Vázquez, había fallecido en un terrible accidente de tránsito. Como muestra de nuestro cariño con la familia, el curso asistió a su funeral el día siguiente. Su madre, quien era una reconocida empresaria de la ciudad, decidió hacer un homenaje poco ortodoxo en memoria de su hija: obsequió a cada uno de los compañeros de salón de Carolina una de sus pertenencias personales. Algunos se llevaron un bolígrafo desgastado, un cuaderno o el estuche de su maquillaje. A mí me tocó el estúpido libro.
Reconozco que nunca he sido aficionada a la lectura o a la literatura en general, lo mío son más bien las películas y las series. Odiaba tener que coger un aburrido montón de hojas y empezarlas a leer página por página, situación que me obligó a intentar deshacerme de él. ¿Qué me motivó al final a desistir de la idea? ¡A que no adivinan!
Pues, sí. LEERLO. Irónicamente.
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Editado: 15.04.2021