s la una de la tarde y el almuerzo está listo. No es que quiera presumir, pero el pollo al horno con verduras que preparé ha quedado delicioso. Apago la estufa y con un tenedor arranco un pedazo de carne. De solo probarlo se me abrió el apetito. Ahora mismo podría devorármelo todo, pero me detengo, reflexiono y cambio de idea. Eso me causaría una indigestión, además de tener que dejar al resto de la familia con el estómago vacío.
Salgo de la cocina y voy directo a mi habitación, ya que todavía no tengo noticias de que Samantha esté despierta. Después de todo lo que me contó esta mañana sobre sus desilusiones y deslices amorosos, quedé destrozada. Verla gritar, llorar y darse golpes en el pecho por sentirse la culpable de todo, me dejó un vacío en el alma. Yo no podría haberme imaginado que debajo de aquella capa de valentía, simpatía y coraje, se escondía una flor que se quedaba sin pétalos silenciosamente. Nunca creí que aquella dulce y tierna sonrisa que iluminaba los días de cualquiera fuera solo una máscara, maquillaje barato que se desprende con el solo roce de una gota de agua y revela todas tus imperfecciones, tus miedos y tus más oscuros secretos. Esa no era la Samantha que yo conocía, la muchacha soñadora y llena de vida que quería comerse el mundo, la joven llena de optimismo que soñaba con encontrar su príncipe azul y ser feliz por siempre, la mujer con los sentimientos más puros que yo había conocido. Ya sus ojos no desprendían toda aquella chispa contagiosa que me llenaba de energía en los momentos más difíciles de mi juventud, al contrario, dejaron al descubierto toda esa miseria que escondía en lo más profundo del alma y que atosigaba sus días.
No podía evitar preguntarme, ¿cómo es que una mujer tan sencilla, hermosa y distinguida podía sufrir de mal de amores? ¿No se supone que ello está destinado solo para las personas menos agraciadas y que deben luchar contra sus propios juicios de valor? Le di vueltas a estas preguntas una y otra vez y pude llegar a una conclusión en base a mi propia experiencia. Definitivamente, la apariencia física no es sinónimo de éxito en el amor. Si no, solo tienen que preguntármelo a mí. Hasta ahora no puedo comprender como es que Leonardo se fijó en mí. Sé que soy muy hermosa a mi manera (Maga y Samantha no se han cansado de repetírmelo), pero si tengo que compararme con los físicos de sus amigas, definitivamente salgo perdiendo por KO. Soy insignificante en medio de tantas princesitas coquetas y vanidosas.
Y también está lo de Alejandro, por otro lado, quien al igual que Leonardo, presume de ser un galán en todos los sentidos. Debo reconocer que es todo un caballero y que, cuando se lo propone, incluso me puede hacer sentir más nerviosa y frágil que cuando estoy con Leonardo. Sé que suena ridículo, que es imposible sentir lo mismo por dos personas diferentes, pero desde que llegó Alejandro a mi vida en muchas ocasiones me he sentido confundida, me he llegado a replantear mi relación actual. ¡Dios, qué loco! Hace unos pocos meses atrás moría porque simplemente alguien notara que existo y se fijara en mí. Ahora tengo la terrible responsabilidad de elegir. Reconozco que hubiese preferido no conocer a Alejandro, pero a veces el destino puede ser cruel y despiadado, solo para ponerte a prueba.
Tan distraída voy caminando, que solo es cuando llego a tropezarme con el borde doblado de la alfombra lo que me trae de vuelta a la realidad, ya en el primer piso.
¡Cielos! ¡Qué egoísta! ¡Mi prima cayéndose a pedazos y yo presumiendo de la buena suerte que me cargo!
Lo medito mejor y llego a una segunda conclusión: Samantha no se merece lo que le está sucediendo. Una mujer tan noble y sincera no tiene que sufrir así por culpa de un sentimiento tan bonito y fantástico como el amor. Sé que se ha desviado un poco del camino últimamente, sin embargo, ¿no es suficiente castigo el tener que pagar con sufrimiento? Me detengo frente a la puerta unos instantes y dudo en entrar a mi habitación. Mi prima debe descansar todo lo que le plazca. Es lo mínimo que puedo hacer por ella después de tanto apoyo que he recibido. Lo de la cita con Leonardo puede esperar, incluso he considerado seriamente la posibilidad de cancelarla, pero tampoco me tengo que apresurar. Tengo todavía todo el viernes por la mañana para arreglarlo, así que doy media vuelta y decido regresar a la cocina.
—Esther, por favor, no te vayas…
Escucho la dulce voz de mi prima al borde de bajar las escaleras. Trae sus cabellos rubios alborotados y unas ojeras que dan susto, pero al menos sonríe. Ya se ha puesto una ropa más cómoda y se ha lavado la cara. Ninguna de sus mejillas luce ríos de tinta negra y lodo, al contrario, la han dejado mucho más humana de lo que yo solía considerar. Para mí era como un ángel caído del cielo, una obra perfecta tallada por los mismísimos dioses. Ahora es sencillamente una mujer, un cuerpo de piel sobre huesos.
—¿Te sientes mejor? —le pregunto con la sonrisa más sincera del mundo, que no es amplia, pero sí confortante y llena de buena vibra—.
—Sí —responde sin más—. Tengo hambre.
La última frase es la que me llena de alivio el alma. Yo la conozco perfectamente y sé que cuando tiene deseo de comer es porque las cosas han mejorado. Obviamente no al cien por ciento, pero ya es una buena señal.
Corro hacia ella y la abrazo. Vuelve a llorar, pero ahora admite que de alegría. Se ha quitado un horrendo peso de encima, se ha liberado de las monstruosas cadenas que la mantenían atada al pasado, ha dejado escapar aquellos demonios internos que turbaban su ser. Ahora sus abrazos son más intensos, sus uñas se clavan en mi piel, pero a mi no me importa. Anhelo recuperar a mi Samantha de toda la infancia, la hermana menor por quien yo sería capaz de dar hasta mi vida. Tomará su tiempo, pero valdrá la pena tanta agonía.
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Editado: 15.04.2021