ALEJANDRO
Como es de costumbre, me levanto a las cinco y media de la mañana con ayuda del despertador de mi móvil. Me retuerzo un poco entre las sábanas para quitarme la pereza, me despojo de ellas con un brinco raudo y procedo a encender la luz. Camino derecho al cuarto de baño, me aseo, agarro un conjunto de ropa deportiva limpia y me cambio. Luego me dirijo a la cocina, me sirvo un vaso de té caliente y voy en busca de mi bicicleta hasta la bodega. Hoy toca cubrir una ruta de cincuenta kilómetros y se me está haciendo tarde. A las siete tengo una cita en el consulado de Canadá para certificar lo de mi regreso y después debo pasar a comprar los boletos de avión. Mañana mismo emprendo el viaje de vuelta a Norteamérica.
¿Qué motivó esta decisión repentina si al principio la idea era pasar todas las vacaciones en mi ciudad de origen? Lo sucedido el miércoles por la noche con Samantha fue uno de los puntos de inflexión. Y digo uno porque el otro parece bastante evidente: Esther.
Ella tenía razón al decir que me estaba tomando lo de la carrera universitaria como un juego, así que después de meditarlo concienzudamente con la almohada estas últimas noches, decidí tomar una decisión más allá de lo sentimental. Me apunté a un curso intensivo de primeros auxilios que me servía para validar una de las asignatura opcionales dentro de mi malla curricular. Dicho curso tenía como fecha de inicio el próximo lunes, tiempo suficiente para arreglar todo lo concerniente a los papeles y al viaje. Por la tarde pasaría a la tienda de discos para despedirme de Maga, Esther, Génesis y Samantha, ya que para la noche tenía pensado viajar hacia al aeropuerto internacional que queda a varias horas de aquí, en otra ciudad.
—Buenos días Alejandro —dice mi madre cuando me la encuentro en la cochera, encendiendo el auto para salir a quien sabe dónde, bien vestida y perfumada—.
—Hola mamá —respondo agrio—.
—Tendrás cuidado al conducir esa cosa. Las personas en esta ciudad son expertas en violar las leyes de tránsito.
—No te preocupes, la tendré.
—Bien, entonces cuídate. Nos vemos en la tarde.
—Cuídate tú también.
Salgo de la cochera con la bicicleta en brazos, le ayudo a mi mamá a cerrar la puerta metálica enrollable y paso a colocarme los guantes y el casco de protección. Enciendo el reproductor de música, conecto los auriculares y pongo mi música favorita para desconectar de todo. The Rolling Stones y su canción “Paint it black” marcan el comienzo. Reviso mi reloj de pulsera, activo la función de cronometro y emprendo la marcha.
De pronto, apenas estoy recorriendo los primeros metros, escucho que la canción se detiene abruptamente. Yo no le presto mucha atención al principio, pues frecuentemente me suele suceder esto cuando pedaleo, pero al percatarme de que transcurridos un par de minutos el reproductor no vuelve a la normalidad, me detengo en la acera, intrigado. Quizás presioné el botón para bajar el volumen sin querer, porque la batería no puede ser. Estaba al cien por ciento cuando desperté esta mañana.
Lo saco del bolsillo entonces, enciendo la pantalla y lo comprendo. Tengo siete llamadas perdidas de Maga, cosa que me parece muy extraño y prende mis alarmas. He cometido un craso error al dejar el teléfono en silencio. ¿Les habrá sucedido algo trágico en casa? ¿Todas estarán bien? ¿A Maga se le ocurrió la grandiosa idea de madrugar y ser yo quien le ayude a abrir las puertas del local?
Afortunadamente no tengo que espera demasiado para conocer la respuesta.
—¡Hola! —digo nervioso—. ¿Maga?
—Alejandro, gracias a Dios que contestas —responde con la voz quebrándosele—. Por casualidad no te has encontrado con Esther y Samantha en las últimas horas.
Siento un estallido eléctrico que recorre toda mi espina dorsal y temblando comienzo a imaginarme lo peor.
—No, para nada. ¿Por qué? ¿Qué pasó?
—Ambas están desaparecidas desde anoche…
Mis músculos se tensan, el corazón me da un vuelco y tengo que bajarme de la bicicleta cuidadosamente para no perder el equilibrio en media acera.
—¿Desaparecidas? Pero…
—Alejandro no sé qué hacer —añade sollozando—.
—Maga, por favor, no se mueva de su casa, ¿sí? Enseguida estoy con usted, vale. ¿Génesis está con usted ahora mismo?
—Sí —escucho un pequeño lloriqueo—.
—Dígale que llame a la policía.
—Ya lo hizo. Llegarán en cualquier momento.
—Bien —digo montándome de nuevo en la bicicleta y empezando a pedalear calle abajo—. En menos de quince minutos estoy en su casa, ok.
—Te estaré esperando entonces. Apresúrate.
—Lo haré. Mientras tanto intente mantener la calma.
Maga cierra la llamada y yo guardo mi teléfono bajo la manga de mi casaca deportiva, para no perder tiempo. En un recorrido normal, el tiempo que me tomaría llegar a la casa de Maga oscilaría entre veinticinco y treinta minutos, pero como se trataba de un caso excepcional debía recortar lo máximo esa marca. Entonces me acomodé el casco, le ordené a mis piernas que dieran su mejor rendimiento y tomé un bocado de aire profundo para mantener la concentración en la pista y esquivar sus obstáculos. Si bien a estas alturas de la mañana las calles de esta ciudad todavía no lucen congestionadas y el tráfico es escaso, debía tener los ojos bien abiertos, porque las intersecciones serían los puntos más peligrosos. La mayoría de conductores suelen saltarse los semáforos en rojo a esta hora y ya me imagino lo que sería de mí si llegara a impactarme con un vehículo. No quedarían restos ni para alimentar a los carroñeros.
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Editado: 15.04.2021