Estoy en shock. La sangre se me ha congelado y el corazón ha parado de latir. Mi memoria comienza a jugarme una mala pasada, retrocede en el tiempo hasta devolverme a los dieciséis años y lo veo a él allí, sentado a la mesa frente a mí, devorándome con la mirada. A esas alturas de mi vida mi madre ya había partido de este mundo y yo había quedado bajo la tutela de aquel salvaje, mi padrastro, que, en lugar de traer paz y protección a mi vida, me condujo al mismísimo infierno.
—¡Te deseo Esther! ¡Te deseo! ¡Eres igual de deliciosa y atractiva que tu madre carajo!
Inmediatamente se pone de pie, camina hacia mi posición y me ciñe por la espalda. Siento lo áspero de aquellos labios recorriendo mi cuello y su saliva pegajosa contaminando mis poros. Tiemblo con cada apretón de sus dedos en mi cintura y lloro desconsoladamente. Quiero gritar a todo pulmón, levantarme y clavarle el tenedor en la cara, pero ahora me quedo paralizada, muda. Sus manos aprietan mis senos con fuerza, causándome dolor, y luego pasa sus dedos por mi vientre, queriéndose colar debajo de mi falda de colegio.
Entonces, en un momento de inspiración celestial, soy capaz de analizarlo todo con tanta frialdad que encuentro la salida al alcance de las manos. Observo que en la mesa yace un florero de cristal muy caro que mi madre se había comprado en un viaje de vacaciones a Estados Unidos, e inmediatamente sé lo que debo hacer. Me quedo quieta a propósito, tomo un bocado de aire profundo y espero el momento preciso. Apenas siento que sus dedos intentan acariciar mis genitales bajo las bragas, ataco. Con un movimiento ágil y veloz agarro el florero, me giro e impacto violentamente el florero en su cabeza, arrojándolo al piso de cerámica y dejándolo inconsciente. Enseguida veo que la sangre se dispersa en el piso de cerámica, forma pequeñas laguna amorfas y se espesa. Entonces salgo corriendo de la cocina y voy directo a mi habitación por mis cosas.
Debo escapar.
—Creíste que había muerto ese día, ¿cierto? —me pregunta con expresión agria, como leyéndome la mente—.
—Nunca debí llamar a la ambulancia —respondo con desazón—. Debí dejarte tirado allí, como basura.
—Estuve en terapia intensiva un par de días. Sobreviví de milagro, sabes.
—Merecías morir maldito.
—Pero la vida me dio una segunda oportunidad…
Él vuelve a pasear el cuchillo por mi rostro y el frío del metal me estremece. Vuelve a bajar hasta mi escote, pero ahora tiene intenciones de arrancarme el sujetador.
—Si tu novio fuese un buen tipo no permitiría que esto estuviera sucediendo. Pero el pobre es tan básico…
—Como tú, ¿cierto?
Entonces me propina una bofetada tan fuerte que hace que caiga al suelo de espaldas. Suelto un gemido horrible, pues siento un pinchazo en las costillas. Samantha vuelve a suplicar que no nos haga daño, afónica, y a cambio también recibe una bofetada, aunque menos violenta.
—¡Arrancaré cada centímetro de tu vestido lentamente y disfrutaré probando cada rincón de tu piel como nunca! —exclama alterado y sudoroso—.
Se vuelve hacia mí, agarra la silla por los extremos y de un tirón me reincorpora. Entonces saca su teléfono móvil y hace una llamada. El golpe me ha dejado con dificultad para respirar y apenas puedo inhalar el oxígeno necesario para no caer desmayada.
—¡Esther, gracias a Dios! —puedo escuchar la voz de Leonardo al otro lado de la línea, desesperado—. ¿Estás bien preciosa?
—No, no lo estoy —digo con un ronquido—. Tienes que ayudarnos por…
No puedo terminar la frase porque inmediatamente un sopetón me devuelve al suelo gélido. El impacto vuelve a ser igual de violento que el de antes, pero la diferencia es que ahora caigo de bruces. Apenas mi cabeza golpea contra la cerámica me veo envuelta en un mundo de silencio y oscuridad absolutas.
¿Tendré yo también mi segunda oportunidad?
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Editado: 15.04.2021