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Samuel cabalgaba entre las vides, supervisando la cosecha. Aunque había estudiado medicina y estaba titulado como médico, dedicaba la mayor parte del tiempo a trabajar en el viñedo familiar. Ser vinicultor era su gran pasión. Adoraba pasear entre los surcos y, sobre todo, experimentar con injertos tratando de crear nuevas variedades de uvas. Su hermano Sergio, quien fungía como enólogo, estaba fascinado con los resultados que obtenía, dado que los vinos que elaboraba con ellas eran de la mejor calidad y se cotizaban bastante bien entre sus distribuidores.
Samuel también ejercía la medicina, aunque más bien como un servicio comunitario entre los de su tribu. Había aprendido de mamá Chona el uso de plantas medicinales que, aunadas a la medicina tradicional, le hacía que su gente lo aceptara sin reparos. Lo consideraban una especie de chamán, cosa que a él, en el fondo, le divertía porque no se consideraba a sí mismo algo especial, aparte de ser un cambiaformas y eso era algo que guardaba absolutamente en secreto, aunque siempre se esmeraba en portarse con honor y ayudarlos lo más posible. Todos lo respetaban mucho y lo consideraban uno de los suyos, a pesar de que vivía en el rancho “Los Lobos” en lugar de estar con su gente y de que don Mauro Lobo lo hubiera adoptado legalmente, dándole su apellido. Samuel usaba el cabello largo, aunque no todos los de su etnia lo hacían y, en el rancho, construía sus casas tradicionales, la del invierno y la del verano, para habitar en ellas, aunque tuviera su propia habitación en la casa principal, como el resto de los hermanos. También viajaba con su madre a Estados Unidos, al iniciar el verano, como hacían todos los de su tribu. Una vez que dejaba instalada a mamá Chona en Kansas, él viajaba a Colorado, a reportarse con Walter, el alfa de la manada a la que pertenecían los Lobo y se quedaba ahí un par de semanas haciendo servicio comunitario, para luego regresar al rancho familiar.
— Te he visto muy serio y muy callado, hijo. — Dijo don Mauro, acercándose en su propia montura. — ¿Estás bien?
Samuel sonrió sutilmente. Su carácter, por lo general, era silencioso y todo el tiempo estaba serio, pocas veces hablaba o hacía bromas, aunque se llevaba bien con todos en la familia. Sin embargo, su padre lo conocía tan bien, que era prácticamente el único que notaba sus cambios de humor.
— Estoy bien, no te preocupes. — Respondió asintiendo con un gesto. — Es sólo que a veces me entra la nostalgia y no puedo evitar deprimirme un poco.
Don Mauro soltó un suspiro de pesar.
— Te aseguro que Walter no ha parado de buscar. — Le aseguró. — A pesar de tantos años que han pasado, sigue intentándolo.
— Lo sé. — Asintió Samuel. — Pero te confieso que ya perdí la esperanza de saber algo sobre mi origen. Han pasado más de veinte años y dudo que existan pistas confiables a estas alturas.
— No perdamos la fe. — Asintió el hombre. — Algo saldrá.
Samuel asintió y optó por cambiar el tema.
— ¿Te apetece cenar pescado? — Le preguntó a su papá. — Hace mucho que no vamos a pescar al arroyo.
— ¡Soy materia dispuesta! Sabes que me encanta el pescado. — Respondió el hombre con una sonrisa complacida, mientras hacía girar su caballo y se alejaba hasta el otro extremo del viñedo.
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Don Mauro había encendido una fogata a orillas del arroyo y estaba sentado a un lado, preparando una salsa picante mientras Samuel, en su forma de oso, estaba entre unas piedras dentro del agua, mirando fijamente al fondo. Cuando pasaba un pez nadando, él daba un zarpazo y lo lanzaba a la orilla, donde su papá lo atrapaba, lo limpiaba y lo ponía a las brasas.
— Si decides cenar conmigo decentemente, ya tenemos suficiente pescado para ambos y nos va a sobrar. — Le gritó el señor. — Pero si te piensas quedar así, yo creo que sí necesitas pescar como media tonelada más para que no te quedes con hambre.
El oso lanzó un rugido divertido y empezó a avanzar por el agua hacia la orilla.
— ¡Qué lástima que tus hermanos no toleren ni siquiera el olor del pescado! — Exclamó el señor, con algo de pesar. — No tienen idea de lo que se pierden.
Un ladrido se escuchó desde los árboles. El hombre giró la vista y sonrió al ver un lobo color miel que estaba observándolos a lo lejos.
— ¡Cachorro! — Exclamó el hombre, con una gran sonrisa. — ¿Quieres probar el pescado?
El lobo movió alegremente la cola y se acercó corriendo.
Samuel, ya convertido en humano, se acercaba a la fogata mientras se abotonaba los jeans.
— Me sorprende que se haya animado a venir hasta aquí. — Dijo mientras tomaba una manta de la mochila que estaba junto a su padre y se la arrojaba al lobo. — No ha de tener aún el olfato tan desarrollado como el de Roberto y Sergio.
Don Mauro soltó una carcajada.
— Cierto. — Asintió divertido. — Mis otros hijos casi se vomitan con el olor del pescado crudo.
— No es nada agradable. — Negó Luis, ya convertido en humano, mientras se envolvía en la manta que Samuel le había arrojado. — Pero ese que tienes en la leña, no huele taaaan mal.
Samuel y don Mauro rieron divertidos, mientras Luis se sentaba junto al fuego, dándole la espalda al viento para evitar el humo y el olor.
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Editado: 10.10.2024