2010 - El Cairo
El sonido de un golpe recurrente en la puerta la atrajo a la realidad. Caminó hacia ella y la abrió. Su hijo Evan se encontraba allí; se le veía cansado y confuso, era moreno, alto y de semblante hermoso.
— ¿Qué te ha pasado? — Preguntó sorprendida, extendiendo al mismo tiempo su mano para tomarle del brazo en un ademán de que ingresara.
— Nada — respondió sin mirarla, dirigiéndose hacia el lecho y lanzándose boca abajo sobre él.
Ella lo siguió en silencio y se reclinó a su lado acariciando su cabello azabache.
— Dime — insistió ella.
El joven, que aparentaba unos veinte años, incorporándose, se volteó hacia ella, la empujó contra la cama y jalando su blusa descubrió la cicatriz en forma de pentágono que había en su vientre.
— Déjame, madre, te digo que no me pasa nada — replicó inclinándose en posición fetal para reposar su cabeza sobre el vientre de la mujer.
— ¿Qué has hecho ahora? — Preguntó Ribeth acostumbrada a los malos hábitos de su hijo, que le habían traído dolores de cabeza desde que naciera. — Dime que no te has metido con alguien que nos pueda perjudicar, por favor, Evan.
— Ya, madre, no quiero hablar de ello ahora, te prometo que lo solucionaré — habló y cerró los ojos mientras la abrazaba por la cadera. — Ahora solo quiero descansar.
— Está bien, date un baño primero, pero luego de que duermas me contarás todo.
— Sí — respondió él levantándose para dirigirse al baño.
Ella quedó allí pensativa, sin duda sería algo grave para que viniera en busca de su ayuda. Acarició su propio vientre con la yema del dedo anular, recorriendo la antigua marca que le quedara como recuerdo del nacimiento de su hijo.
Flashback - 1843, Escocia.
La luna llena de aquella noche de primavera dejaba ver los senderos del bosque con gran claridad, El crepitar de las velas que marcaban las puntas del pentáculo dibujado con su propia sangre sobre el suelo, era avivado por un viento sobrenatural que por momentos agitaba el éter.
— Ya, tranquilo, falta muy poco… — Susurró ella resistiendo un invisible empujón.
Un silbido se oyó a lo lejos en respuesta a sus palabras. Meribeth rodeó la estrella dibujando en su derredor figuras ancestrales, mientras quemaba hierbas mágicas en un incensario de bronce.
Una vez completado el círculo, dejó el artilugio junto a la vela que se encontraba en la punta norte de la estrella y tomando el antiguo grimorio que robara a una bruja en Egipto el año anterior, se colocó de rodillas en el centro de aquella representación. Separó las hojas cuidadosamente hasta encontrar el hechizo correcto y comenzó a leer el conjuro en voz alta.
Con las primeras palabras, el viento se detuvo y la luna ocultó su fulgor detrás de las densas nubes, el ambiente se tornó pesado y húmedo. En lo que la invocación transcurría se le comenzó a dificultar el habla, ya que un sofoco intenso la invadió intentando detenerla, pero ella, haciendo uso de toda su fortaleza física y su fuerza de voluntad, terminó la lectura, cayendo de inmediato en un profundo sueño luego de pronunciar la última palabra.
El llanto de un niño la despertó. Se encontraba sentada con la espalda apoyada en el tronco de un árbol inmenso; miró hacia todos lados, pero no podía ver nada, solamente una desértica tierra y aquel árbol añejo cuya base debía tener unos tres o cuatro metros de diámetro.
Meribeth no entendía quién lloraba, ni dónde se encontraba, caminó en torno al rugoso tronco y entonces supuso que el niño debía estar en la parte superior, levantó su cabeza y apenas podía distinguir algo que se movía en lo alto de la copa, quitándose los zapatos y enaguas trepó con dificultad hasta alcanzar las ramas más bajas. El llanto se hizo cercano y al mirar nuevamente pudo verlo, debería tener unos ocho años, estaba acurrucado un poco más arriba en un hueco de la madera.
— ¡Niño! — Le llamó. — ¡Niño! ¿Qué haces allí? — Intentó subir un poco más, pero no lo consiguió. — Oye, niño, baja por favor, ya no llores, yo te ayudaré.
El pequeño levantó su mirada que tenía oculta entre sus brazos y la observó de manera inexpresiva, su piel era blanca y sonrosada, sus cabellos grises como los de un anciano, y los ojos, rojos, como sangre fresca.
Él estiró sus piernas simulando que bajaría, y al hacerlo, se lanzó sobre ella y comenzó a morderla vorazmente, arrancando su carne donde la tocaba. El dolor era intenso y se dio cuenta de que estaba inmóvil y enmudecida. La desesperación la gobernaba, pero nada podía hacer, aunque se esforzaba por moverse y zafarse del abrazo mortal de aquella pequeña criatura, su cuerpo no respondía.
Abrió sus ojos sintiendo que comenzaba a caer. El árbol que la sostuviera no existía, se encontraba a dos metros en el aire sobre el círculo, una fuerte tormenta se desató cuando ella cayó al piso en medio de la oscuridad.
Fin del flashback.
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Editado: 08.05.2023