Sigo sentado sobre la parada de autobús que hay en la cima del puerto. Es un sitio estratégico, puedes ver la carretera por un largo tramo hasta que se pierde entre los pinares y prados de ambas laderas de la montaña. Hace un rato que ha amanecido, pero aún no ha pasado ningún coche ni mucho menos un autobús. No sé, estoy dudando si de verdad pueda haber una línea que pase por un sitio tan perdido como este. La única señal de que hay presencia humana en esta zona son los gritos y disparos lejanos de los cazadores que se escuchan de vez en cuando proviniendo del bosque. Comprenderás que sigo sin tener ganas de cruzarme con ellos.
Escucho un motor, se acerca. Salgo a la carretera para sacar el dedo. Cuando haces autostop es imprescindible que te vean y que tengan claro lo que estás haciendo. Las medias tintas no te llevan a ninguna parte. Un Opel gris se acerca poco a poco, el conductor me mira entreabriendo la boca. Empieza a reducir la velocidad. Ha llegado a mi altura. Agarro mi mochila, pero sigue adelante. ¡Será...! Aprieto los puños y vuelvo a encaminarme hacia la parada. Prefiero esperar sentado, no siempre tienes ganas de andar. Suena un claxon. Giro la cabeza y veo un pequeño utilitario azul proviniendo de la dirección contraria. No me había dado cuenta de su llegada por haberme fijado en el otro coche. Acelero el paso para que no tenga que esperar.
—English, Deutsch? ¿español? —le pregunto a la conductora; una mujer mayor, rellenita, con el pelo teñido de rubio y con cara de no haber roto nunca un plato.
—¡Hola! Sí, hablo español. —Estoy sorprendido, no me lo esperaba—. ¿Hacia dónde vas?
Buena pregunta. ¿Hacia dónde voy? Hasta ayer había tenido un destino al cual quería llegar, pero ahora no lo tengo muy claro. Necesito llegar a un cibercafé y dudo que haya uno por estos pequeños pueblos de montaña.
—Voy a Perpignan —Creo recordar haber visto en el mapa que es la ciudad más cercana.
—Yo solo voy a Prades, está en la misma dirección, te puedo llevar hasta allí.
—Vale, ¡muchas gracias! —Acomodo mi mochila en el asiento trasero y me siento delante. Es un coche pequeño y bastante incómodo; apenas tengo espacio para estirar las piernas, pero no pienso quejarme. Volvemos a la carretera
—Y bueno, ¿de qué parte de España eres? —me pregunta la señora después de haber pasado un rato rodando en silencio. Va bastante rápida, me estoy mareando un poco con las curvas.
—Pues en realidad nací en Austria, aunque he vivido un montón de años en Extremadura. ¿Y tú? ¿Cómo es que hablas español?
Los pinares vuelven a dar paso a bosques mixtos, veo bastantes hayas y algún roble. Nos estamos acercando a un pequeño pueblo de casas de piedra techadas con tejas rojas de barro.
—¡Qué bien! —contesta sin quitar la vista de la carretera. Por suerte aminora la velocidad al llegar al pueblo—. Yo trabajaba en Madrid para una agencia de viajes, por eso hablo español. Ahora que estoy jubilada me he vuelto a Francia. En España hace mucho calor. —Me mira y sonríe revelando una dentadura perfecta. Creo que es postiza.
—Cierto —confirmo. También esbozo una sonrisa para no quedar mal—. Aquí hace una temperatura ideal y además la zona es preciosa.
—¡Gracias! Vienen muchos turistas a ver las montañas, igual que tú. Y en invierno son más todavía, vienen a esquiar. —Odio cuando te tratan como turista. No lo soy, pero paso de corregirla—. Te dejaré en la estación de autobús en Prades. Hay una oferta de verano por la cual el billete hacia cualquier parte de la región solo vale 1,40 Euros. Te saldrá barato.
Mira, te sueles enterar de cosas útiles cuando menos te lo esperas. Por ese precio me puedo ahorrar la caminata que implica hacer autostop algunas veces.
—¡Qué bien! ¿Ya llegamos o qué?
—¡No, no! Todavía falta un buen trecho.
Prades resulta ser bastante grande. La mayoría de las casas son parecidas a las de los pueblos anteriores. Salpicadas al azar entre ellas hay algunas construcciones más modernas que están revocadas y pintadas de tonos claros. Pasamos al lado de un par de chalés con piscina y subimos por una cuesta empinada. Puedo ver un autobús salir a lo lejos. ¡Tarde por un pelo!
Consulto los horarios después de despedirme de la señora. Todavía faltan unas dos horas para que llegue el próximo autobús. Tengo tiempo para dar una vuelta.
El pueblo no está tan limpio como parecía desde el coche, hay bastantes colillas tiradas por el suelo. Después del aire puro con olor a pino de las montañas, todos los olores mundanos resultan el doble de intensos. Una nube putrefacta que huele a amoniaco y huevos podridos emana desde un cubo de basura situado en un callejón. Un gato negro y escuálido me observa desde allá. Me quedo embobado mirando una mancha verdosa pegada en la pared a su lado, creo que es un chicle.
Giro la cabeza asqueado y descubro el anuncio de un cibercafé unas cuantas calles más abajo. ¡Genial! Ni siquiera hace falta llegar a Perpignan.