El ronroneo grave de unos motores me despierta. ¿Dónde estoy? Me incorporo despacio, con cuidado. Algo fino y pesado se escurre con un suave cosquilleo a lo largo de mi espalda hasta acabar en el fondo de mi saco. Arena, sigo en la playa de Barcelona. Se vuelve a escuchar el ronroneo acompañado de un suave “chof, chof, chof”; suena como si alguien estuviera batiendo huevos. Echo un vistazo entre las rocas del rompeolas y veo tres máquinas extrañas recorriendo la playa de lado a lado. Me froto los ojos para tratar de vislumbrar mejor lo que están haciendo. Creo que están barriendo y aplanando la arena o algo parecido. Cosas extrañas del primer mundo. Supongo que con la cantidad de basura que tiran al día los turistas; si no limpiaran, pronto la playa se convertiría en un estercolero. Por suerte los extraños vehículos no pasan cerca del rompeolas. Trato de adivinar la hora por la posición de las estrellas. Cuesta un poco verlas con todas las luces procedentes de las farolas, pero creo que deben ser las cuatro o las cinco de la mañana. Me tumbo de nuevo y trato de relajarme. Me pierdo entre el “chof, chof, chof” discontinuo y el susurro suave de la brisa y las olas que rompen contra la playa en algún lugar distante, cada vez más distante.
Me despierta el penetrante graznido de las gaviotas y el calor insoportable de los rayos de sol que impactan sobre mi saco convirtiéndolo en una sauna que se pega contra mi piel. Me deshago de la tela molesta y me siento sobre la arena. Apenas hay gente en la playa aún, pero sobre el paseo a lo lejos veo algunos patinadores y corredores matutinos. Sacudo la arena que se ha colado dentro de mi saco y entre mi ropa. Un par de chicos morenos no paran de mirarme de forma molesta. ¿Querrán algo? ¿Nunca han visto a nadie durmiendo en la playa? Parece que se han dado cuenta de que los he visto, se giran y comienzan a perderse entre las calles lejanas. Me acerco al agua para darme un baño rápido y quitarme el sudor. Apenas deben ser las diez de la mañana, pero el sol ya pega de forma increíble, hoy será un día caluroso.
Después de desayunar algo, recojo mis trastos y me encamino hacia La Makabra de nuevo. No he vuelto a ver ni rastro de los chicos morenos.
Esta vez el edificio ya está abierto. Entro en una especie de gran recibidor que da paso a varios espacios divididos por telas o paredes de planchas de madera. Hay carteles pegados por todas partes. "Cocina" y "Baños" a mi izquierda; "Biblioteca" y "Residentes" a mi derecha, donde también hay una escalera que sube hacia un gran altillo desde el que se escuchan voces apagadas; "Escenario" y "Gimnasio" enfrente de mí.
No hay mucha gente a la vista. Solo un par de chicas algo mayores que yo tomando un batido y conversando en francés y un chico alto y delgado que está sentado sobre una silla a lo lejos leyendo un libro.
—¡Hola! —lo saludo al llegar a su altura. El chico levanta la vista de su lectura y me mira con cara expectante y algo confusa—. Me llamo Markus, un amigo mío llamado Mika me contó que había estado en este lugar y que aquí cualquiera podía entrenar, ensayar e intercambiar ideas y experiencias.
—¡Bon dia! Sí, sí —contesta el chico. Echa un vistazo a las francesas, se rasca detrás de la oreja y después me vuelve a mirar de golpe abriendo mucho los ojos, como si estuviera sorprendido de que aún seguía delante de él—. No me suena nadie llamado Mika. Igual Rober o Iban lo conocen, llevan aquí más tiempo. Pero sí, se puede ensayar aquí y además vive gente. Si vas hasta el fondo, detrás del escenario, está el gimnasio.
Resulta que el gimnasio ocupa casi la mitad de la superficie de la nave en la cual está incluido todo el complejo. Un enorme telón que cuelga del techo lo separa del escenario. Supongo que servirá para que los artistas puedan salir y entrar fácilmente a través de él cuando hacen actuaciones en este lugar. Hay un montón de materiales para hacer ejercicio esparcidos por el suelo de la sala: máquinas para hacer pesas, colchonetas de un montón de medidas y colores diferentes, borriquetas, una cama elástica gigante. Además, de las vigas de acero del techo cuelgan diversos aparatos como trapecios, anillas, sogas y telas de todos los colores y aspecto algo grasiento. ¡Bingo!
Hay unos cuantos grupos de personas realizando diferentes actividades, sobre todo Break Dance y otros bailes acrobáticos. Dos chicas practican un número sobre un trapecio y un par de chavales están aprendiendo a hacer mortales bajo la atenta mirada de un hombre mayor que los corrige.
Cada grupo parece ir a su aire. Dejo mi mochila en una esquina y me acomodo sobre el suelo a su lado. Me siento algo confuso, fuera de lugar, como si solo me hubiera enfocado en llegar aquí sin pensar qué pretendía hacer después. O tal vez me siento raro porque nadie parece reparar en mí, como si solo fuera una máquina más apilada en una esquina. ¿Habrá sido un acierto venir aquí?
Después de un rato observando a la gente sin hacer nada, no aguanto esperar más. Me cambio de ropa, caliento un rato y comienzo a encaramarme por una tela vertical. Trato de recordar todos los diferentes ejercicios que sé hacer. Después de los primeros arrojes, la adrenalina borra todas las preocupaciones de mi mente. Puedo constatar que aún estoy en forma, las largas caminatas cargando con mi mochila han surtido su efecto.