Un grito salió de los labios de Elizabeth al ver aquella bola de fuego en la mano de Azael, ¿qué carajos acababa de suceder? Eso era imposible, Azael no era un brujo y la magia no era igual que un refriado que se contagia, sino hubiese una plaga de magia.
—¿Qué carajo ha sucedido Glinda?
—No lo sé, no lo sé —repitió sin saber que hacer— ¿puedes apagar el fuego?
—No sé como hacerlo.
—Déjame a mí —Elizabeth chasqueó sus dedos y no sintió su magia recorriéndola— ¿Qué mierda? —siseó.
Centró su vista en la llama viviente y pensó en todos los hechizos que sabía para apagarlo, pero nada sucedió.
—Esto es imposible, no, no...
—¿Qué sucede Glinda?
La llama desapareció cuando Azael dio dos pasos hasta ella preocupado.
—Mi magia, he perdido mi magia... —chilló al borde de un ataque de pánico.
—¿Cómo vas a perder tu magia? Algo debe de estar mal.
—¡Tú eres lo que está mal! ¡Me has robado mi magia! —siseó y deseó tener magia para sacudirlo.
—¿Se puede saber cómo carajos te voy a robar tu magia? ¡Que no soy un ladrón de magia! Madre mía si hasta suena estúpido decirlo.
—Ese beso, me lo robaste en ese beso.
—No digas estupideces Glinda, te recuerdo que hace años hicimos mucho más que un darnos un beso y nunca te quité tu magia.
—Necesito pensar, necesito llamar a mi tía.
Elizabeth empezó a rebuscar dentro de su bolso que había cogido al salir para tomar su teléfono desechable.
—La llamaremos cuando estemos en un lugar seguro. También tenemos que llamar a mis hermanas y a mis padres.
—¿Cómo saldremos de los maleantes que nos intentan atacar si no tengo mi magia?
—¿Se te olvida que me tienes a mí? —preguntó él con sarcasmo y sintió una punzada de alegría al saber que ella no se podía ir de su lado hasta que no averiguaran como hacer el traspaso.
—Buena pieza tengo yo. Anda, que nos tenemos que ir.
—¿No nos podemos teletransportar? —preguntó Azael con curiosidad.
—¿Tú estás tonto o qué? Acaso me ves como la reencarnación del doctor Stranger.
—¿Me lo dices tú? Que le acabas de mandar un rayo directo a la cabeza de un hombre.
—Tenemos nuestros límites.
—Te recuerdo Glinda, que no me has dado el manual de instrucciones para saber los ajustes con los que viene tu magia. ¿Algún consejo?
—Tienes que tener mucho cuidado con lo que pides.
—¿Entonces soy cómo el genio de la lámpara?
—Ja... Ja... Ja —imitó ella una risa con sarcasmo mirándolo como si fuera tonto.
La mente curiosa de Azael deseaba seguir probando aquello que sentía adentro, siendo realistas era como un escalofrío que te recorría las venas, pero a la misma vez te hacía sentir poderoso. Cerró los ojos y su mente voló hasta aquel lugar, donde deseaba que ambos estuvieran.
—Ojalá pudiéramos ir ahí... —susurró en voz alta sin darse cuenta y Elizabeth lo miró extrañada.
—¿Qué dijiste...? —sus palabras quedaron interrumpidas por un torbellino que los atrapó a ambos— ¡Te dije que tuvieras cuidado con lo que decías! —chilló ella antes de sentir que caía en una cama.
—¡Esto es fenomenal! —chilló Azael como si fuera un niño.
—Esto no puede ser posible... No puedo haber vuelto aquí —Elizabeth se paró de aquella cama que le hacía sentir picazón.
Con su cuerpo temblando miró a ambos lados, parecía que el tiempo se había detenido en aquella puñetera cabaña. El mismo lugar donde se entregó a un supuesto joven enamorado. Sintió que sus piernas le fallaban, estar ahí era como un golpe de aire frío que la empujaba al pasado, que la hacía querer arrodillarse en una esquina y esconderse hasta que toda la tormenta despareciera. Una lágrima se deslizó por su mejilla y trató de quitársela, pero una mano se lo impidió. Cerró los ojos al sentir el contacto de Azael y notó como las manos de él tomaban su rostro.
—No llores, Glinda. Nunca quise que derramaras una lágrima.
—Demasiado tarde Azael.
—Nunca me dejaste hablar, te cerraste a mí a lo que teníamos...
—No quiero escucharte, ya nada importa... —lo interrumpió ella y trató de separarse de él, pero no se lo permitió.
—¿Sabes lo que sucede cuando no se cura bien una fractura de algún hueso?
—¿Qué jode toda la vida? —susurró ella, sintiendo la necesidad de abrir los ojos, pero si lo hacía y veía los de él sabía que podía perderse en ellos.
—Exacto, y tú te has convertido en mi hueso roto. Te amé tanto que no eres capaz de imaginarte.
—Suéltame Azael, suéltame por favor —le rogó y él dejó caer ambas manos.
—Aún no estás preparada para hablar, solo te pido que me des la oportunidad.
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Editado: 10.11.2024