Las lágrimas caían por sus mejillas en un riego constante ahora que cierta relajación había llegado a ella desde que, unas horas antes, el ocaso había mecido con mimo el final del día.
Anna no acababa de ser consciente de que el entierro había sido de su hermano.
El cuerpo sin vida que se había grabado en su retina, aún morado por la cantidad de horas que había pasado en las invernales aguas del cabo, no acababa de asociarse a la idea de que la tenue luz amarilla de lo que había sido el hogar de Víctor ya no iba a iluminarle más.
Apuraba el tercer café de la madrugada.
Había decidido, en estado de shock, pasar la noche en la casa. Como despedida, pues el dolor de su pérdida era algo que debía esforzarse por dejar atrás.
El tic tac del reloj de su abuela marcaba el compás del hilo de sus pensamientos. Recordaba que Víctor no lo soportaba.
Esbozó una sonrisa al llegar a su mente la imagen de su hermano enfurruñado, como tantas y tantas veces ocurría por una cosa u otra.
Lentamente, su divagar la condujo a multitud de recuerdos de infancia en los que la casa parecía cobrar vida brillando con luz propia, pues su familia había veraneado allí durante muchos años.
Hasta que el reloj sonó.
Como una grave y súbita colisión de campana, Anna fue arrancada de su ensimismamiento sintiendo como el corazón le pegaba un brinco.
No recordaba haber activado la gran estructura del reloj para que eso ocurriese.
Intrigada, se levantó quejumbrosamente del sofá, pues ya llevaba varias noches sin poder dormir. Acercándose al mecanismo, sin saber qué aconteció en primer lugar, un escalofrío recorrió toda su espalda cuando, mientras contemplaba como la palanca de las campanadas había sido empujada, una dulce y antigua melodía de cajita de música comenzó a sonar en algún lugar del piso de abajo de la casa.
Apretó los dientes y trató de tranquilizarse.
Inspiró y expiró, justo antes de armarse de valor y, habiendo desconectado el reloj, descender las escaleras de la casa para encontrarse frente al pasillo en penumbra que comunicaba con las habitaciones. Pues de allí venía el liviano sonido de la musiquita.
Sintiendo como el miedo atenazaba su cuerpo, haciendo pesadas sus piernas y adormilando la planta de sus pies, caminó hasta un interruptor que se le antojó muy lejano y encendió la luz.
Al entrar en el dormitorio de su hermano, la música dejó de escucharse.
Allí estaba, como siempre, cerrada en la mesita, la cajita de música.
Sintiendo como el escalofrío renovaba segundo a segundo su considerable intensidad, cayó en la cuenta de que las piernas le flojeaban tanto que le habían entrado ganas de orinar.
Encendiendo todas las luces de la planta baja, suspiró de alivio al comenzar a hacer pis en el lavabo de la entrada.
La puerta corredera permanecía cerrada mientras Anna posaba su vista sobre los diferentes rincones del servicio.
No obstante, una pequeña rendija permanecía abierta fruto del mal cierre.
Cuando su mirada fue a dar con ello, volvió a ponerse en guardia.
Se sentía, de algún modo, observada.
Y una extraña sombra parecía dibujarse al otro lado de la puerta.
Cuando hubo acabado sus necesidades, estiró su largo brazo resuelta a acabar con toda la tontería que le estaba pillando.
Pero lo que se escuchó fue su sonoro grito de pánico cuando, tras el brusco chasquear del cierre de la puerta al ser abierta de golpe, Anna contempló una translúcida figura mirándola fijamente, con los ojos muy abiertos, al otro lado.
Tan solo por un instante de hecho.
Pero lo suficientemente largo para ella como para que apenas unos segundos después, con el corazón acelerado golpeando con fuerza su pecho, se encontrase ya en el piso de arriba totalmente en guardia.
Entonces se escuchó la sonora pisada de un escalón.
De un segundo.
De un tercero y un cuarto, cada vez más cercanos.
Anna rompió a llorar tirándose a uno de los sofás, tapándose la cara con un cojín.
Cuando de repente sintió como algo acariciaba el contorno de su brazo, había sobrepasado tanto el terror que la atenazaba que apenas sintió nada.
Se quedó ahí, llorando, sintiendo las caricias casi en forma de abrazo, hasta que llegó la luz del alba.
–– Ven conmigo. –– Anna no necesito más palabras para reconocer la voz.
Apartando lentamente el cojín de su vista, contempló la abatida figura de su hermano, que sin embargo esbozaba una sonrisa de consuelo.
Antes de que el sol saliese, Anna caminó por las afueras que conformaban la zona costera donde se encontraba la casa. Lo hizo hasta llegar a la zona donde un búnker encumbraba un sinfín de acantilados que, esa mañana de invierno, presidían el violento chocar del oleaje del mar contra las rocas.
Hermana y hermano se quedaron mirando el horizonte, sintiendo el rozar de sus manos.
Entonces Víctor la miró con ternura.
Parecía despedirse, cuando de pronto comenzó un lento caminar.
Anna no le siguió.
Se quedó mirando sintiendo como el consuelo danzaba con toda la pena que aún albergaba su interior.
Cuando la figura de su hermano se precipitó por el acantilado más cercano, expiró sintiendo un último y trémulo escalofrío por todo su ser.
Ahora sí, sintió que se había ido del todo.
La casa quedó abandonada.
Anna no contó su experiencia, pero había sido la única que había necesitado de pasar un tiempo allí, estando como estaba todo tan impregnado por el día a día de su hermano.
Mientras el invierno avanzaba, acabó por llegar la fecha del cumpleaños de Víctor.
En la ciudad las caras tristes buscaban consuelo en las miradas de su familia.
Durante cada hora, una campanada sonaba proveniente del gran reloj de la casa de playa.
Sin que nadie pudiese escucharla.