Kingston, 1816
Casa de campo del conde de Essex
Thomas
Lamento tener que ser el responsable de informar tan desgarrador suceso. No tengo forma de suavizar la noticia, y solo me queda decirlo de un modo cruel: Susan ha muerto.
Aguardo tu llegada a Haven House, para despedirla.
Arthur
Sus manos temblaron al intentar razonar lo que acababa de leer. Las lágrimas caídas sobre el papel, empapó la tinta y la impotencia lo llevó a arrugar la misiva cerrando el puño. Cayó instantáneamente en su sillón, llevando el rostro sobre su escritorio, entre sus manos. Los sollozos comenzaron a oírse por todo el despacho hasta que un grito ensordecedor cortó las lágrimas.
Era inconcebible. Debía ir a verla y corroborar con sus propios ojos que aquella desgracia era verdad, que Arthur no le estaba jugando una broma de tan mal gusto, por lo que, con premura ordenó que prepararan su carruaje y de inmediato partió hacía Reading, llegando casi al anochecer.
Geoffrey, el mayordomo de Haven House, la casa de campo del duque de Lancaster, lo miró con pena cuando ingresó al vestíbulo y afirmó con un movimiento de cabeza a la pregunta silenciosa que le hicieron sus ojos.
—¿Don… de está ella? —indagó descompuesto.
—En su habitación, milord —respondió abatido—. Su excelencia no ha dejado que nadie la toque, después de que Edna la aseara y la vistiese con sus mejores ropas.
—¿Qué sucedió? ¿Cómo puede ser posible, Geoffrey? —la voz apenas le salía y las lágrimas volvieron a brotar de sus ojos celestes.
—No lo sabemos aún, milord. Solo le puedo decir que anoche, el vizconde de Lyngate envió a un mensajero y su excelencia partió a Londres bastante afectado. Llegó aquí, al mediodía con la terrible noticia.
—Entonces, el mensaje, Arthur lo envió desde Londres… —supuso él—. Subiré a verlo —informó.
El mayordomo asintió y lo acompañó hasta el pie de las escaleras.
Con cautela, abrió la puerta. Lo primero que sus ojos vieron fue a la mujer que amaba con toda su alma, tendida en la cama con un vestido de seda color blanco que, si mal no recordaba, había utilizado en su baile de presentación. La mandíbula le temblaba y sintió un fuerte golpe emocional en el pecho, como si alguien se lo hubiera abierto y apuñalado justo en el corazón. Desvió la vista a la izquierda para encontrarse con el duque de Lancaster, quien sentado en un sillón de cuero sostenía una botella de whisky mientras miraba perdido a la nada.
Percibiendo su presencia, los ojos pardos y brillosos de Lancaster se posaron en él de repente, y pareció regresar a la realidad. Llevó la botella a la boca, bebiendo varios sorbos del líquido ámbar.
—Arthur… —susurró como pudo. El nudo formado en su garganta le impedía hablar con normalidad.
—Está muerta, Essex. Susan está muerta. —Lancaster se puso de pie y cayó de rodillas al lado del lecho—. ¿Fui tan ciego? —le preguntó—. Tan idiota que, ¡¿ni siquiera me di cuenta de lo que sucedía con Susan?!
—¿Qué sucedió, Arthur? —indagó confundido, acercándose al pie de la cama.
El rostro de Susan estaba pálido.
—Ella, ella… —Arthur intentó hablar, pero no podía reproducir las palabras de Lyngate.
—Ella ¿qué?
—¡Oh, por Dios! —El duque hundió su rostro en el colchón—. Me siento apenado con ella y avergonzado contigo. No sé cómo pudo suceder esto… —manifestó a borbotones, sin que el conde comprendiera lo que intentaba explicar.
—¿Cómo ocurrió? —insistió, presionando los puños.
—Fue un accidente en carruaje —inició el duque—. Al parecer… —suspiró hondo—. Al parecer ella se dirigía a Gretna Green con alguien más.
La decepción, la tristeza y el abatimiento que lo embargó fueron tan grandes cuando oyó aquellas palabras, que por un instante creyó estar durmiendo y tener una pesadilla. Sacudió la cabeza, pero volvió al mismo sitio, al mismo instante. Miró a Arthur, confundido, como si le estuviera diciendo que el chiste que acababa de lanzar era el peor que había oído en su vida.
El duque solo afirmó con la cabeza y él se sintió perdido en una profunda oscuridad.
Desde que conoció a Susan, no había vuelto a pensar en nadie más y, sin embargo, en ese instante que evocaba todos los momentos compartidos, los planes y sueños que imaginó cumplir a su lado, se quebraban como cristales, y le hacían comprender que había vivido de una simple ilusión, añorado un futuro que, al parecer, sólo él quería.
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Editado: 02.09.2024