Una esposa para el conde

CAPITULO 2

Anabelle no tardó en rendirse a aquella pasión abrasadora y olvidó por completo todo. Solo regresó en sí cuando el conde arrancó sus labios de los suyos y la sostuvo entre sus brazos, con su rostro apoyado de lado a su fuerte pecho, aspirando el exquisito aroma varonil que desprendía el caballero.

Estaba perdida; absoluta y rotundamente enamorada del hombre que apenas le acababa de confesar que la deseaba con locura, pero que en su corazón no tenía sitio para ella porque lo ocupaba una muerta. Sin embargo, no le importaba y estaba dispuesta a esperar a que él sanara sus heridas y volviera a creer en el amor… en su amor.

—Señorita Madison… —susurró Thomas, volviendo a recuperar el juicio que perdió cuando la besó con vehemencia.

—Dígame Anabelle —musitó extasiada, presa de una sensación de plenitud que desconocía hasta ese momento—. Ya no tiene excusas para intentar mantener la distancia recurriendo a la formalidad, conde —levantó el rostro y sus miradas se cruzaron.

Thomas intentó sonreír, pero la culpa no se lo permitió. Si bien, la señorita Madison le atraía irremediablemente, estaba seguro que solo la lastimaría si no dejaba en claro, una vez más, sus sentimientos.

La tomó por los hombros y la separó de su cuerpo. Tragó con esfuerzo y emitió un largo y hondo suspiro.

—Anabelle, me atrae y la deseo como le he confesado hace un momento. Sin embargo, debe comprender que hay un gran abismo entre la pasión y el amor, querida… —Se relamió los labios y entrecerró los ojos, buscando las palabras justas para hacerla comprender sin ofenderla—. Precisamente al temor de que ocurra lo que acaba de suceder entre nosotros, la he evitado. Usted se merece un hombre que la pueda amar por entero, que no tenga el corazón tan maltratado como el mío. Que la ame sin reservas y no guarde ciertas inseguridades que puedan lastimarla… —resopló con resignación, mientras colocaba tras su oreja un mechón de pelo rojo fuego—. Yo no soy ese hombre, Anabelle. Mi corazón, como ya le he dicho, está dolido, rasgado y no podría decirle si en algún momento logrará sanar o cuánto tiempo le llevará hacerlo.

Esperando una rabieta de su parte, se sorprendió cuando ella sonrió y tomó con aparente calma sus dichos.

—Lo sé, y estoy dispuesta a recibir solo lo que puede darme —confesó sin titubeos—. Si es pasión lo que puede ofrecerme, gustosa lo acogeré entre mis brazos, dispuesta a aprender todo lo que pudiera enseñarme en ese aspecto del amor.

Essex abrió los ojos escandalizado, mientras su sangre ardía nuevamente por el deseo.

—Yo… —Negó sacudiendo la cabeza—. Yo sería incapaz de arrebatarle su virtud sin tener la certeza de que podré responderle con matrimonio —replicó rojo por la vergüenza. La joven había perdido el juicio por su culpa, por su insensatez de dejarse llevar por el deseo carnal.

—Usted no me arrebataría nada, pues soy yo quien de propia voluntad se la estoy ofreciendo, conde. —Anabelle tomó aire para tener el valor de sostenerle la mirada al hombre que la enloquecía, mientras realizaba semejante ofrenda. Porque era eso lo que provocaba el conde de Essex en ella: una locura tórrida y exquisita que le había espantado el miedo a terminar con el corazón roto y el futuro arruinado.

Además, ella estaba segura de que, de la cama al altar solo había un simple salto y que, si lograba amarrarlo a su cuerpo, no pasaría demasiado tiempo para que la convirtiera en su esposa. Tenía la seguridad de que sería de ese modo y gastaría todos los recursos necesarios para convencerlo de que la acogiera en su cama y le enseñara las mieles del amor, el placer de la carne.

Thomas sopesó la idea de tenerla desnuda en su habitación, con su piel lechosa expuesta sobre su cama, brillando al son de las llamas de la chimenea y hundiéndose en su carne una y otra vez. Su mirada fue a parar a ese precioso cuello descubierto, moteado con pecas casi imperceptibles, en cuyo sitio palpitaba su gruesa vena. La imaginó con la tez aperlada por el sudor, jadeando, aullando, gritando su nombre mientras él se mecía lenta y exquisitamente en su humedad, haciéndola suya como un salvaje. Sus ojos bajaron un poco más hasta el pronunciado escote y tuvo una inesperada urgencia por apretar sus senos con suavidad, acariciar con su lengua los pezones que, seguramente eran sonrosados, puntiagudos…

Por un instante, se sintió tentando a tomarla entre sus brazos y arrastrarla hasta sus aposentos, sin embargo, aquella deleitable y lujuriosa fantasía fue rota por el carraspeo del mayordomo que, lívido le anunció que su abogado había llegado.

«¡Oh por Dios!», se reprochó internamente, sacudiendo la cabeza y aflojando la chalina que le estaba asfixiando.

—¿Se encuentra bien? —increpó Anabelle, frunciendo sus brillantes ojos azules.

Thomas movió la cabeza afirmativamente, incapaz de pronunciar palabra.

—¿A qué ha venido el señor Spencer? —volvió a preguntar, mencionando al letrado que también trabajaba para su padre.

El conde quiso reír por lo rematadamente mal que le salieron las cosas. Él había querido disuadir a una muchacha mucho más joven que él, para que desistiera de su idea de perseguirlo, y en cambio se vio atrapado y sumergido en las profundidades del deseo… un deseo inhóspito que despertaba en él la preciosa pelirroja que parecía poco y nada afectada por la situación que estaban discutiendo hace segundos.




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