Mi encuentro con Morgana fue el principal tema de conversación en la ciudad durante varios días. Una vez más, estaba en boca de todos e incluso había quienes me veían con recelo. Gracias a la pelea me convertí en “la reina que no puede controlar su mal temperamento”. La gente ya hablaba mal de mí por mi comportamiento huraño y ahora se le agregaba mi personalidad “violenta”. Sentía la desaprobación en los ojos de cada persona con la que me topaba.
Una tarde, harta de las miradas de censura, me refugié en la soledad de mi jardín. Sentada en una banca dejé que las lágrimas fluyeran, no solo me sentía mal por ser el objeto de tantas críticas, también echaba de menos mi hogar y ser libre. Escuché unas ramas romperse y giré la cabeza. El lobo gris estaba tras de mí, no lo había visto desde antes de la boda y su presencia me paralizó. Pensé en las palabras de Esteldor, él había dicho que el lobo era inofensivo y deseé con todo mi corazón que fuera cierto. El lobo caminó lentamente hacia mí, se sentó junto a mis piernas y comenzó a lamer mi mano. Sentí pánico. Me tomó un rato salir de mi asombro, la realidad era que el lobo se comportaba dócil y cariñoso. Tomé aire y me armé de valor para acariciarlo, su pelaje era suave y él pareció disfrutar mis cariños. Aunque era solo un animal, me hizo sentir mejor, me hizo sentir menos sola.
La mañana siguiente, tenía planeado aprovechar mi día de descanso para leer más sobre Esavalle e investigar sobre los otros símbolos de la pulsera de Esteldor, pero mis planes se vinieron abajo cuando el rey decidió que iba a pasar el día conmigo.
El rey mandó traer un abundante desayuno, excesivo para solo nosotros dos, a la estancia en común. Nos encontrábamos comiendo en silencio hasta que el rey intentó tomar mi mano entre la suya sobre la mesa, por instinto la aparté, un poco más brusco de lo que hubiera sido apropiado. Esteldor frunció el ceño, irritado por mi rechazo. Supongo que él entendía que le estaba mandado señales confusas, un día lo besaba y al otro le retiraba la mano, pero es que no eran las señales. Era yo la que estaba confundida, mi esposo era indudablemente apuesto y yo me sentía irremediablemente atraída hacia él, sobre todo en esos contados momentos en los que bajaba la guardia y su actitud altanera se desvanecía, pero Esteldor era capaz de ser despiadado y yo lo había comprobado de primera mano, por más que fuera apuesto no se me olvidaba que yo aquí era su prisionera, ni las artimañas a las que había recurrido para que me casara con él. Nuestra unión no era un matrimonio feliz cualquiera y yo no estaba dispuesta a fingir que lo era, al menos no en privado.
—Annabelle, no me gusta verte así, siempre estás desanimada y taciturna. Es patético que la mujer más privilegiada de mi reino sea la única que jamás sonríe —dijo el rey con una mueca de desagrado—. No sé cuánto tiempo más va pasar hasta que dejes de creer que me detestas —continuó con arrogancia.
Entorné los ojos ante su comentario, Esteldor era tan seguro de sí mismo que no concebía a una mujer que no estuviera rendida a sus pies. Para él yo “creía” que lo detestaba y que no me daba cuenta de que en realidad estaba enamorada de él o algo por el estilo. No contesté. De pronto, la mirada de mi esposo cambió, toda arrogancia lo abandonó y adoptó un semblante humilde.
—Annabelle, lamento hacerte tan desdichada. Tenía una idea diferente de cómo sería nuestro matrimonio, aceptaste tan decidida mi oferta de casarnos que supuse que podríamos ser felices. Ya ha pasado más de un mes desde nuestra boda y aún actúas como si me temieras. He puesto mi reino a tus pies, he intentado ganarme tu cariño, he sido paciente, pero no logro nada. Aún me miras como si fuera un monstruo.
¡Claro que actuaba como si le temiera!, ¡era la única persona que podía asesinar a otro con solo la mirada! ¿Cómo no iba a temerle? Guardé silencio mientras mi interior gritaba. Mi esposo me observó a la espera de una respuesta.
—Tengo algo para ti —dijo finalmente.
Esteldor salió de la habitación y regresó al poco tiempo con un cachorro color miel con el estomago blanco, de naricita negra y enormes ojos del mismo color de su pelaje, el perro tenía un listón rojo atado al cuello. No pude evitar sonreír.
—¿Es para mí? —pregunté con los ojos abiertos como platos. Siempre había querido un perro, pero en el Instituto estaba prohibido. En mi interior sentí como si la Annabelle de mi infancia fuera retribuida por todos esos años en los que soñó con tener una mascota.
—Pensé que necesitabas compañía agradable y no puedo pensar en nadie mejor que este peludo amigo.
Esteldor lo colocó sobre mi regazo. El cachorro comenzó a olfatearme mientras meneaba su pequeño rabito.
—Gracias, esto es… fantástico.
Era el mejor regalo que había recibido en toda mi vida. Esteldor pareció complacido de verme feliz.
—¿Cómo lo llamarás? —me preguntó mientras jugábamos con el perrito.
—No lo sé… Miel
Era un nombre ideal, era su color de pelo y además era igual de dulce.
—¿Miel? Es un poco afeminado, pero si te agrada, será Miel.
—Será Miel.
—Por cierto, aún no hemos puesto una fecha para la presentación de teatro de los duendes, han pasado varias semanas y ellos nos siguen esperando.
Había olvidado por completo el regalo de los duendes, ¡qué torpeza! Seguro ahora pensaban que yo era igual a Esteldor y no les daba importancia.
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Editado: 01.08.2022