Él murió, y nada más saberlo la vida de la mujer que más lo amó se desmoronó. Ella lo quiso en silencio, y aunque tuvo el privilegio de compartir algunos momentos, nunca se atrevió a confesar su amor. Hasta el día de su propia muerte la mujer se arrepintió de todos los besos que no pudo darle, y recordar su mirada risueña fue la condena más grande de su corazón. La conciencia le habló a la mujer una noche, interponiéndose en sus penumbras...
— ¿Acaso tus palabras podrían haberlo salvarlo de la muerte?
—Quizás podrían haberlo salvado de la vida —fue lo que la mujer contestó. La conciencia no tuvo más que decir, pues sabía que ya no tendría lugar en un alma que estaba pronta a partir.