Una luz difícil de encontrar

2. Estufas humanas

Alodie

Dicen que las primeras veces se recuerdan para siempre.

Recuerdo mi primer beso bajo las gradas de la escuela. Sin querer choqué mis dientes con los del chico y me sorprendió que no se le cayeran. También recuerdo mi primera vez en la universidad, en el auto de la abuela de Gabe Hyland. Fue fatal. Toqué la bocina con un seno, el codo y el trasero mientras intentábamos encontrar una posición cómoda. Mi primera paga, más tarde, la gasté invitando a mi hermana a pasar la noche en el hotel más lujoso de la ciudad solo para comer camarones, usar un jaccuzzi y pedir servicio al cuarto a las tres de la mañana.

Cuando miro a Jones con su escaso cabello castaño parecido a un peluquín mal hecho y con frizz, pasa a formar parte de mis primeras veces. No sé si se puede amar instantáneamente a alguien, pero creo que lo hago. Eso o solo estoy condicionada a creer que lo hago porque es mi sobrino, lo cual le quitaría lo poético al asunto.

—Parece una pequeña rata. —Lo mezo entre mis brazos, contenta.

—Puede que sea ciega, pero ya le toqué la nariz y a mí me parece más un tucán —dice Marine desde la cama, con una sonrisa socarrona.

Su humor siempre fue ácido, pero no con la intención de herir. A veces demuestra su amor a través de él. Se agudizó cuando perdió la vista hace un par de años por una Renitis pigmentosa que le diagnosticaron de niña. No es recomendable que pase tiempo con personas muy sensibles.

—Mi hermano no es ni una rata ni un tucán —replica una enojada Carly, mi otra sobrina, al señalarnos a ambas con el bastón de su madre—. Ahora le diré a papá que se burlan de Jones —amenaza al abrir mi bolso para buscar mi teléfono.

Mi cuñado está atrapado en una base de investigación en el Ártico. Es científico especializado en demasiadas cosas como para recordarlas. El plan era que llegara a tiempo para el nacimiento, pero como al bebé se le antojó salir dos semanas antes, aquí estamos: Marine, mi sobrino a estrenar, Carly y su nana, que dormita en el sofá contra la pared. El hilo de baba que le cae por el mentón debió ser hot en su época.

—Devuélveme a mi bebé. —Mi hermana extiende los brazos—. Quiero que Carly nos tome una foto y se la mande a Fabricio. Tiene que saber que el niño tiene su nariz.

Me río y se lo alcanzo con cuidado. Los bebés se sienten de cristal, pero, en realidad, se supone que son bastante elásticos. Jones bosteza y le doy otro beso entre las casi inexistentes cejas antes de que Ine lo lleve a su pecho. Veo lágrimas manchar sus mejillas y siento que mi felicidad rompe los perímetros de mi corazón por ella.

He aprendido a no sentir lástima porque no pueda ver. También a no asfixiarla con ayuda. Me costó tiempo, discusiones y horas de reflexión que involucraron litros de café, pero llegué a ver el mundo como ella lo hace —o no lo hace—:«Hay cosas peores de a montones y yo solo tengo una mala contra millones buenas, que es más de lo que puede decir la mayoría. ¿Crees que me la pasaré llorando por una sin disfrutar de las otras? Porque no quiero vivir así, Alodie. Si me tratas como cristal me harás creer que siempre estoy a un paso de romperme. Esa no es la clase de mujer a la que quiero aspirar. Ayúdame a ser fuerte e independiente, no débil y una carga».

—¿Y esto? —Carly saca del bolso un par de llaves y las hace tintinear frente a su rostro—. Tía Al, ¿por qué no llevas el llavero de macarrones que te regalé?

—Porque esas no son mis llaves. —Frunzo el ceño y las tomo.

Son del tipo de la motocicleta. Tras atravesar la ciudad, me bajé apurada, le quité la pañalera y le di las gracias mientras corría para llegar a tiempo. Por acto reflejo habré sacado las llaves de la moto y las conservé.

—Maldición —susurro—. Ya vengo, no me tardo, ¿sí? —Tomo mi chaqueta y sacudo a la nana por el hombro—. Ruby, atenta, tengo que salir un momento. —Ella aparta de un manotazo mi brazo.

—¿Por qué eres un dolor de culo tan grande, Pedro?

Observo confundida a Marine.

—Es su marido, no te preocupes, lo insulta en sueños menos de lo que lo hace en la vida real. —Le resta importancia al besar la pequeña mano del recién nacido—. Ve, estamos bien, en serio.

Eso es suficiente para mí. Salgo a toda marcha por el corredor, esquivando enfermeros y doctores. Al dejar el ala de maternidad veo que el reloj de la sala de espera marca las tres de la mañana y la culpa me quema la lengua, o tal vez son las maldiciones, por lo que la muerdo en el intento de contenerlas mientras voy hacia las puertas dobles. Al salir el frío me endurece hasta los pezones. Busco con la mirada al extraño, pero no lo encuentro por ninguna parte y tampoco a su moto.

—¿Buscando qué robar otra vez?

Me vuelvo sobre mis pisadas hacia el dueño de la voz. Rodeando los pilares que sostienen la estructura del hospital, está sumergido en una nube de humo y con una pierna flexionada contra la pared. El casco yace junto a sus botas tan desgastadas como los jeans que usa.

—Fue un préstamo por una buena causa —objeto con una sonrisa al pensar en Jones.

Da una calada al cigarrillo y me lo pasa. Me acerco y lo tomo agradecida. No me mira, pero yo a él sí. Es apuesto, pero no del tipo de revista. Su barba incipiente es dispareja y deja huecos lisos en sus mejillas. Sus cejas necesitan un recorte de población y tiene una cicatriz en la sien, igual que yo; su nariz, como la de mi sobrino, no es precisamente pequeña y sus orejas sobresalen un poco. Podría pescar WiFi con ellas.

—Teniendo en cuenta que he estado tres horas esperando aquí afuera, espero que al menos haya salido guapo —se queja al mirarme con unos fabulosos ojos verdes clarísimos—. Felicitaciones, por cierto.

Asiento mientras le tiendo de regreso su cigarro.

—Atractivo a más no poder. —Arqueo una ceja.

Sus dedos rozan los míos y siento el calor que irradia su mano. Hay personas que se asemejan a una estufa humana, como Marine. El tío Cherry apenas tenía dinero para darnos de comer, así que pasamos varias temporadas sin calefacción. Aunque él nos arropaba con todas las frazadas de la casa, incluso si eso significaba no quedarse ninguna para él, no alcanzaba. Cuando yo tenía cinco y ella doce, en invierno, empecé a pasarme a su cama por las noches —aunque al despertar siempre estaba otra vez en la mía—. Como me obligaba a dormir a los pies, metía los míos bajo su camiseta para que el calor de su espalda pasase a mí. Ella gritaba como loca cuando lo hacía. Decía que en el Polo Norte hacía más calor que entre las células de mi piel.




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