Alodie
—Así que... ¿De ahí vienen los bebés? ¿Estás segura? —pregunta una escéptica Carly, incluso se la nota asustada.
—Completamente segura.
Deja de retorcerse la trenza castaña y se apoya con un suspiro contra la máquina expendedora, con la mirada perdida, como si su existencia hubiera sufrido un cambio rotundo. El vacío que sentía en su estómago, ese por el que he intentado durante diez minutos conseguir una maldita barra de cereal, se expande a su cerebro.
Gareth me trajo de vuelta al hospital una vez que terminamos la segunda ronda de café y le detallé en qué consistiría su trabajo. Marine debe estar uno o dos días más aquí porque, a pesar de que Jones está sano como una manzana, una segunda cesárea a veces trae complicaciones. Pasaré la noche con ella porque Ruby, la nana de Carly, necesita un relevo. La mandé a casa.
—¿Problemas con este viejo cacharro? —pregunta alguien a mis espaldas cuando le doy un golpe a la estúpida caja de metal por tragarse mi dólar.
—Hola, ¿sabías que los bebés vienen de un espermatozoide que fechunda un óvulo? —cuenta Carly al extraño, incapaz de reservarse su nuevo conocimiento.
Me giro para encontrar a un médico joven que trata de no reír mientras se pone en cuclillas para estar a su altura.
—¿Lo fechunda? ¿De verdad? —indaga con fingida incredulidad, a lo que la niña asiente—. Siento que mi vida entera ha sido una total mentira, ¿y tú?. Pensé que lo fecundaba.
—Lo sé, a mí también me han estado mintiendo todos estos años. —Se cruza de brazos y niega con la cabeza, dramática y decepcionada.
Acabo de explicarle cómo procrea la especie humana hace solo cinco minutos. ¿Años? Hace años su madre y yo estábamos borrachas visitando todas las discotecas de la ciudad. Gracias a eso nació ella.
—Ve a comentarle tu desilusión a tu mamá, ahora te llevo algo para comer. —La empujo por los hombros.
Se va arrastrando los pies y, solo cuando está lo suficientemente lejos como para no oírnos, miro por primera vez unos ojos negros que brillan con diversión. No sé si este es mi día de suerte, pero la llegada de Jones me hizo conocer a dos hombres guapísimos en menos de veinticuatro horas. Si esto continúa así, ese niño será el amuleto de mi vida amorosa.
Ya tengo un sobrino favorito.
—¿Fechunda? —Eleva una ceja.
Me encojo de hombros.
—Ella escucha lo que quiere —me excuso—. Sé que después de estudiar como una década te sangran los oídos al oír que utilizan mal los términos, pero me estaba sacando de quicio queriendo ir a ver a los demás bebés. Tenía que asustarla con algo.
—Solo intenta corregirla en algún momento. —Se aparta un mechón de cabello rubio del rostro. Lo tiene lo suficientemente largo como para llegar a atarlo en su nuca, pero estoy segura de que si lo soltase apenas le rozaría el mentón—. No queremos que llegue a la adolescencia diciéndole a sus amigas que podrían ser fechundadas.
Reímos. Luego, sin que se lo pida, le da dos pequeñas patadas al extremo derecho de la máquina, que escupe la barra de cereal de Carly al instante. La recoge por mí.
—Todo artefacto tiene sus secretos, como las personas. No hay de qué. —Introduce un billete sin quitar los ojos de mí. Yo no puedo ni calzarme un zapato sin mirar—. Soy Lyon.
—Alodie. —Tomo el paquete que pagó.
Intercambiamos la comida compartiendo una sonrisa como dos niños en el preescolar. El uniforme le queda fenomenal y la bata incita fantasías no aptas para todo público.
—¿Doctor Chosmky? —interrumpe una enfermera al asomar la cabeza desde la esquina del corredor—. Lo llama la doctora Hamilton-Quinn por una interconsulta.
—Voy enseguida, gracias. —Asiente a la señora que desaparece para dejarnos solos otra vez.
—¿No se supone que los médicos deben dar el ejemplo y comer cosas un poco más saludables? —Miro el paquete de Cheetos.
Cuando su sonrisa se amplía quiero felicitar a su dentista por el trabajo que hizo con sus dientes y, si son así de parejos y, encima, naturales, necesito conocer a sus padres y estudiar su ADN. De arriba abajo.
—También se supone que las tías deben cuidar a sus sobrinos en lugar de asustarlos, pero nadie debería juzgar a nadie, ¿no? —provoca.
Es ágil con las palabras. Me gusta.
—Adiós, doctor Chomsky. —Paso por su lado cuando está a punto de volver a decir algo y me escondo en la habitación 108.
Como diría Marine, quien oye a Carly contarle sobre su reciente descubrimiento sobre la fechundación, soy del tipo de persona que arroja la piedra y esconde la mano en lo respectivo a las citas.
Me gusta el juego y la provocación. Antes, en mi temprana adolescencia, jamás se me hubiera ocurrido dar el primer paso o insinuármele a alguien. Tampoco tenía la confianza en mí misma que construí con los años, después de varias noches de llanto a causa de inseguridades. Aprendí a dejar de sobre-analizarlo todo y arrojarme por ello. No es aplicable a todas las circunstancias de la vida, pero sí en las que involucran relaciones no serias.
Por eso, cuando la enfermera que nos interrumpió en el corredor aparece en la puerta de nuestra habitación, no me sorprendo. Me pasa un portapapeles simulando que tengo que firmar algo por mi hermana, pero en la primera página encuentro una nota adhesiva celeste garabateada con rapidez.
—Es letra de médico, ¿me la traduces? —susurro a la mujer.
—Un placer usar mis años de experiencia —acepta con tono pícaro—. El doctor Chosmky quiere saber si le gustaría salir con él.
Pienso en un comentario ingenioso para dejar una buena impresión. Nada mejor que un chiste íntimo para eso:
—Dile que puede fechundarme cuando quiera.
Carly chilla al oírme antes de sacudir el brazo de su mamá, enloquecida al procesar de forma literal las palabras. La enfermera se va algo desconcertada pero aún así feliz por jugar a Cupido. Cierro la puerta tras ella al tiempo que mi sobrina comienza a saltar junto a la cama.