Gareth
Mi padre nunca vivió según las reglas de nadie. Incluso las de sí mismo, que solía romper con algo de alcohol en sangre. Por otro lado, mi madre siempre fue muy religiosa. Al principio intentó enderezar a mi papá, pero cuando se dio cuenta de que era imposible decidió aceptarlo como era.
Sin embargo, conmigo no fue tan flexible. Con Tam mucho menos.
La mayor parte de la población me conoce. Mi hermana no puede arriesgarse a que la vean o la asocien conmigo en un hospital después de haberme convertido en un repudio nacional, porque solo un rumor o una foto bastan para que la noticia llegue a oídos y ojos de mi madre. Primero, la castigaría por compartir tiempo conmigo. Luego no tardaría en darse cuenta de que está embarazada, y ese sería un problema.
Vinca tal vez no pudo arrastrar a mi papá a la iglesia, pero sí lo hizo con sus hijos. Si Tamara decidiera interrumpir el embarazo, ella se opondría. La convencería no solo de tenerlo, sino de quedárselo. Probablemente también de que se casara con el padre del bebé: Parker, el hijo de su pastor y a quien idolatra aunque no sabe lo malo que fue con Tam.
Además, también está el asunto de que es menor de edad…
—Hola, soy Carly, ¿qué haces en el cobertizo de la tía? ¿Tú también quieres fechundarla?
Dejo de pensar en mis problemas y de empaquetar los libros. Giro en la silla de oficina. Hay una niña sentada en el sofá con una taza entre las manos. No la escuché entrar ni sé cuánto lleva aquí, pero no debe ser mucho.
—Soy empleado de tu tía, no la quiero... ¿Fecundar? —pregunto con cautela, extrañado—. ¿Quién te enseñó esa palabra? Y… ¿Estás tomando café? —Olfateo el aire y me inclino para quitarle la taza, pero levanta el índice y freno—. No deberías saber esos términos ni ingerir cafeína, ¿cuántos años tienes?
—Los suficientes para saber tus intenciones con mi tía, zoquete nauseabundo.
Estoy perplejo.
—Ignórala. Solo aprendió las líneas de una película de mafiosos, ni siquiera entiende lo que dice —tranquiliza Alodie al entrar con dos cajas.
Me apresuro a ayudarla. Es sorprendente lo que pesan los libros. Algunos son como ladrillos, podrías matar a alguien de un golpe. También ahorrarte hacer pesas en el gimnasio.
Hoy se cumplen cuatro días desde que empecé a trabajar, pero no he visto a mi jefa por más de dos horas en todo ese lapso de tiempo. Entre su familia en el hospital y sus citas para nada profesionales con el misterioso doctor, apenas hemos hablado. Suele dejarme instrucciones de lo que debo hacer en notas adhesivas en la mini nevera que hay aquí o las envía por correo electrónico —tuve que crearme uno falso cuando me lo pidió—. Cuando llega me voy a entregar los pedidos, y si estamos juntos nos concentramos en el trabajo porque interpreta el rol de dictadora. Para ser alguien tan relajada y divertida, se toma su negocio muy en serio. Para ella pasar un libro de tus manos a las de otro es todo un ritual.
—Carly, discúlpate por llamar a Gareth un zoquete. —Le quita la taza y da un sorbo.
La niña me escudriña con desconfianza mientras dejo las cajas en el piso.
—Siento haberte llamado zoquete —cede.
Asiento para aceptar su disculpa, pero me detengo al segundo:
—También me llamó nauseabundo.
La jefa sonríe.
—Tiene algo de razón en eso. Necesitas una ducha.
Sé que bromea, porque a menos que mis glándulas sudoríparas estén revolucionadas, el efecto del baño de esta mañana debería durar al menos un día entero de labor de oficina.
—Este café está frío, dile a Ruby que lo caliente. —Devuelve la taza a su sobrina, pero la niña me sigue mirando.
Se me cruza la idea de que sabe quién soy. Tal vez me vio en la tele o en una imagen publicitaria en el centro. Mi corazón se acelera ante la idea de que me reconozca u otro miembro de la familia de Alodie lo haga. La casa ha estado vacía estos días, pero comenzará a haber movimiento. Lo bueno de trabajar en el patio trasero es que no debo entrar al hogar, pero si me vieran atravesar el jardín o vinieran aquí para hablar con Alodie podrían señalarme el camino a la salida con una patada en el trasero, a menos que sean como ella y no estén en conexión con el mundo exterior.
Carly se va sin decir nada. La tensión que contrae mis músculos se disipa de a poco.
—Lo siento, no suele ser tan espeluznante e intimidante.
Nos arrodillamos frente a las cajas y le sonrío para que sepa que no hay problema. Recibí peores miradas que la de su sobrina.
—Mi conquista donó todos estos. Hay que chequear el estado, clasificarlos, sacarles fotos y subirlas a la web.
Levanto uno llamado La magia del orden, de Marie Kondo, y mi ceja le sigue.
—¿El doctor separa sus calcetines por color o algo así?
—Casa ordenada, cabeza ordenada —lo defiende.
Tomo El elevador de Central Park. Sé que aborda el tema de la infidelidad.
—Le gusta dar segundas oportunidades y ver cómo es la perspectiva de los que cometen el error.
Saco Para cuando llega la cigüeña, lleno de nombres de bebés. Me arrepiento en cuanto aparta la mirada con culpa. Puede que no la conozca mucho, pero Alodie es transparente y todo lo que hace también lo es.
Le dije que no me enredaría con ella porque me partiría el corazón y ahora alguien más podría sufrir ese destino.
—La única obligación que tienes con la persona que quieras tirarte es decirle que no buscas nada serio. No depende de ti ni debes sentirte responsable si ellos aceptan y luego sienten más por ti que tú por ellos.
Tamborilea los dedos en la solapa de la caja y suspira.
—Quiero hacer lo que es mejor para él, pero también quiero pasarla bien. Usualmente no me importaría, pero el hombre es demasiado bueno, en serio. Sé que puede sonar como si tuviera un ego del tamaño de Argentina, pero sé que desarrollará sentimientos por mí... ¿Nunca miraste a alguien a los ojos y supiste que los estabas cambiando?