Gareth
Dicen que decir la verdad te quita un peso de los hombros, pero es mentira.
El peso no se marcha, sino que cae sobre uno. Se trata de un derrumbe emocional: el silencio es el soporte y la voz quien lo quiebra. Estallas en lágrimas por la tristeza acumulada, te aferras con fuerza al otro por el miedo contenido, aprietas los párpados con la ira y la impotencia que guardaste durante tanto tiempo...
Puedes ser libre, pero lo serás bajo los escombros de lo que hasta ese momento jamás pudiste confiarle a nadie. Tendrás que apartar ladrillo por ladrillo, con o sin ayuda, para ponerte de pie otra vez. E incluso así nadie te garantiza que caminar será fácil. Un derrumbe de esa magnitud sobre un simple cuerpo humano deja secuelas.
Sin embargo, prefiero una libertad con heridas por curar antes que una prisión que me preserve en el perfecto estado de una versión de mí mismo que odio.
Luego de unos minutos, me aparto. Sus palabras fueron una caricia sobre la raspadura. No sé cómo darle las gracias.
El mutismo se extiende. La dulzura de su mirada es un fuego cálido y constante junto al que quieres acurrucarte. Letras de canciones vienen a mi mente cuando me mira así. Entonces, comienza a aproximarse. Su respiración se transforma en música.
—Alodie… —advierto—. Deja de acercarte.
—¿Por qué?
—Porque te he querido besar desde la primera vez que te vi —admito en un susurro—. Ahora que sabes la verdad y no me juzgas es muy difícil contenerme.
Retengo el aliento luego de dejar ir la confesión.
—Nunca pedí que te contuvieras. No lo estoy haciendo en este momento.
Trago con fuerza.
—¿Segura?
Ríe.
—Cállate y bésame de una vez, Gareth.
Ahueco su nuca y la atraigo hacia mí.
—A tus órdenes, jefa —cedo contra su boca.
La beso con el anhelo de quien supo que el amor estaba frente a sus ojos desde el primer segundo, pero debió esperar que las agujas del reloj dieran un par de vueltas más. El tiempo real es muy diferente al de los cuentos de hadas. A veces una versión de ti no encaja con la de alguien más, aunque eso no simboliza el fin de la narración; solo necesitamos confiar que durante los capítulos nuestros personajes evolucionarán. Y, si somos lo suficientemente afortunados, se hallarán una vez más.
Sus dedos se deslizan por mi pecho hasta atesorar mi corazón en la palma de su mano. Los latidos le susurran en un código secreto aquello que no sé cómo poner en palabras.
—No te conviene estar conmigo, de ninguna forma. —Siento la obligación de recordárselo—. No creo que pueda recuperar mi vida.
—¿Por qué querrías recuperarla cuando tienes la posibilidad de reinventarla? —cuestiona al subirse a mi regazo y sostener mi rostro con la firmeza de quien cree que puedes brillar en cualquier cielo que escojas—. Con lo mejor que tenías, sin lo peor que poseías, conmigo… Porque quiero ayudar.
—Querer y poder son cosas distintas.
—Lo querré con tanta fuerza que podré hacerlo —promete—. Pero debes darme la oportunidad.
—¿Y qué harás con eso?
—Por ahora, te daré cientos de estos. —Me da un beso tan rápido que, tal estrella fugaz, no llego a pedir un deseo—. Mañana pensaremos cómo solucionar el resto.
—En ese caso, no quiero que llegue mañana.
Sonríe:
—Tranquilo, tenemos toda la noche.
Alodie
Los besos siempre me parecieron un placer corriente, como comer algo rico; empiezas y terminas, dura poco y no te cambia la vida por plato más delicioso sea. Sin embargo, estaba equivocada. No se trata de lo que comas, sino de quién lo prepara.
Creo que pasé gran parte de mi vida en restaurantes o en carritos de comida rápida, donde no sabes ni te interesa quién cocina. Solo estás ahí para saciarte. Da igual de dónde vienen los alimentos y cómo los preparan.
Dios sabe qué me he llevado a la boca… Prefiero vivir en la ignorancia.
Pero con Gareth, por primera vez, se siente diferente. Es comida casera. Especial.
Podemos ir un martes por la tarde al supermercado y turnarnos para empujar al otro en un changuito, como si fuéramos pequeños de nuevo. Podemos bailar en la sección de los lácteos y hacer chistes para adultos mientras escogemos las verduras. Podemos quejarnos de que las bolsas cortan la circulación de nuestras muñecas mientras caminamos hasta mi casa con el atardecer pisándonos los talones. Podemos trabajar codo a codo en la cocina, con unas copas de vino, música y anécdotas tan tontas que no sabríamos si llorar por cortar cebollas o por las estupideces que decimos. Podemos quemar un poco la cena por entretenernos tocando al otro. Podemos comer en un silencio cómodo, limpiar como un equipo y acurrucarnos en el sofá. Podemos besarnos para sellar la noche, y ese beso no sería un placer corriente. No se desvanecería. Encapsularía toda la tarde del martes en un par de segundos. Se quedaría en mi memoria y lo recordaría al apoyar la cabeza en la almohada.
Querría cocinar juntos, repetir el proceso de crear un recuerdo con él, y eso jamás me pasó con nadie hasta que llegó.
No aparta su mirada de la mía mientras rodeo su cuello. Sus manos llegan a mi cintura y mueve los pulgares en una caricia lenta. La tela de mi camiseta se arruga y alisa bajo su tacto, lo que me hace preguntarme cómo se sentirá estar piel con piel.
—Si te enamoras de mí, ¿escribirás canciones sobre lo que te hago sentir? —curioseo.
Me gano una pequeña sonrisa ladeada de su parte.
—¿Qué te hace creer que no lo hice ya?
—Mentir es un pecado, señor Glance —le recuerdo.
Sus dedos se deslizan sobre mi espalda baja, hasta encontrarse y anudarse, creando una jaula que no quiero abandonar. Me atrae hacia él y su respiración hace temblar las hebras de mi cabello cuando se inclina para susurrar en mi oreja:
—Oxígeno, eso fuiste. —Sus labios rozan mi lóbulo—. Tan malditamente esencial. —Hunde la nariz en mi cuello e inhala despacio—. Que temí por mi vida… —Deposita un beso en mi piel—. Que tu luz se fuera a apagar.
Un estremecimiento me recorre el cuerpo. Cierro los ojos y exhalo despacio. Lo quiero más cerca. Desearía hacer con él todas las cosas que pasaron por mi mente cuando le devolví las llaves esa noche en el hospital. Sin embargo, como él tuvo autocontrol para no exceder esa línea cuando lo llevé a mi casa, ahora soy yo la que debe contenerse.
Tengo que hablar con Lyon antes de avanzar. Decirle que mi corazón está aquí. Aunque no tengamos etiqueta, se lo debo. Por respeto. Porque ayudó tanto a Gareth como a mí.
—¿Me llevas a la cama? Quiero quedarme a dormir contigo.
—Solo si me dejas ser la cuchara grande.
Me saca una risa.
—Ni lo pienses. Serás la pequeña.
Chillo cuando se pone de pie, cargándome a través de la sala.
—Al menos lo intenté.
En lugar de quejarse, lo disfruta.