Una luz en la oscuridad

Cap. 6 - 11

Capítulo VI

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Eran las diez cuando aparecí por su casa. Se me habían pegado las sábanas aquella mañana que había nacido gris y nublada. Me recibió en bata y su cara se encontraba más apagada que nunca. Una mezcla de olor a café y tabaco perfumaba el ambiente.

    – Anoche me hice un lío con las pastillas y he dormido fatal –me dijo lamentándose una vez entramos en el salón.

    – ¿Tomas muchas pastillas?

    – Tres por la mañana y dos antes de irme a dormir –me dijo resignada.

    – Son unas cuantas.

    – Sí, muchas. Si pudieran quitarme alguna… Pero eso ya depende de los médicos –volvió a lamentarse–. ¿Quieres que pongamos algo de música?

    – Sí, como quieras –le dije.

    – ¿Algo de clásica?

    – Si te ayuda a despejarte... –le contesté sonriendo. Se rio.

    – Es verdad, no creo que sea buena idea. La música clásica es como las demás: la hay buena, muy buena y aburrida. –Cogió un disco de su colección y lo pinchó en el plato del tocadiscos–. Männersachen de Roger Cicero. ¿Lo conoces?

    – Me temo que no –le contesté mientras sacaba mi portátil de su funda–. Ya sabes: casi nunca sé de qué me hablas.

    – Es Jazz cantado en alemán –me aclaró tras una carcajada–. No es Rock and Roll, pero tiene canciones interesantes. Las letras están muy trabajadas y son una lectura rica de la sociedad alemana contemporánea.

    Cuando la música empezó a sonar se dejó caer sobre el sofá. Era un jazz bonito y de ritmo animado, aunque cantado en alemán sonaba un tanto extraño.

    – Suena bien –le dije. Cuando el procesador de textos estuvo disponible, le leí las notas que había tomado el día anterior escuchando su narración. Ésta había sido tan intensa que en aquella ocasión sí hubo que hacer abundantes correcciones y ampliaciones. Una hora más tarde, tras retomar el punto en el que nos habíamos quedado, prosiguió:  – Como ves, no pude doctorarme en Alemania, entre otras cosas porque no encontré al profesor que yo quería que me dirigiera la tesis. Estaba de año sabático, mira tú ¡qué casualidad!, pero, sobre todo por la depresión que cogí por todo el asunto de Paco. Encima de engañada y seducida, me sentía culpable por traicionar a Joan. Entonces decidí que no estaba dispuesta a seguir perteneciendo a la Iglesia Católica y tuve una crisis de fe enorme. De nuevo rondó mi mente la idea del suicidio porque me daba cuenta de que todos mis estudios de filosofía y teología me habían quitado la fe en Dios, en los hombres y en mí misma, y sobre todo en la hipócrita Iglesia Católica. Maldije el día en que conocí a Pedro María Costa y me recomendó hacer esos estudios. No hacía más que pensar que debía haber hecho caso a mi padre y haber estudiado derecho, para ir por la vida con ojos de lince y pies de plomo. Le dije a mi padre: “Lo que estoy estudiando es bastante conservador, pero el siguiente paso hacia delante y hacia arriba, como dices tú, es hacerse del Opus Dei. Y yo en el Opus Dei no me meto ni por equivocación, a confesarme cada dos días para estar libre de toda mácula y obedecer en todo al Papa. ¡Prefiero antes que eso meterme en un convento!” –exclamó reproduciendo sus propias palabras con gran contundencia–. ¿Sabes? Estuve a punto de entrar en uno.

    – ¿En un convento?

    – Sí, aunque no me quisieron admitir. Era el de las Benedictinas de la calle Anglí de Barcelona, donde iba cada domingo a misa. Me dijeron que “sabía demasiado y era poco obediente”, que en realidad no tenía vocación, sino que lo mío era fuga mundi.

    – ¿Huida del Mundo?

    – Sí, eso mismo. En definitiva, me dijeron que no tenía verdadera vocación, sino que sólo huía de mis problemas en el mundo. Y seguramente tenían razón.

    – No te veo encerrada en un convento, la verdad. ¿Cuándo fue eso?

    – Cuando corté con Joan y vi que mi relación con Paco estaba destinada al fracaso. Yo ya había empezado mi relación con Benoit, pero tampoco me quería ir a vivir a Grecia con él.

    – Me tienes que hablar de ese tal Benoit.

    – Sí, pero más tarde –me dijo, apartando de nuevo de la conversación al dichoso Benoit–. Siguiendo con mi padre, un día le dije: “Seguir en la universidad es venderse a los socialistas, a los que tú tanto odias, y yo no estoy dispuesta a ninguna de las dos cosas. Ahí hay que hacer política, y a mí la política nunca me ha interesado lo más mínimo, porque no nos has educado para ello”. Vivimos en un mundo contradictorio donde todo el mundo tiene que hacer lo contrario de lo que piensa para salir adelante. Si quieres ser consecuente del todo con tus ideas estás condenado al fracaso. También le dije: “Aquí sólo triunfan los que tienen unos huevos que se los pisan. Además, la maldición es ser mujer y creyente, eso vosotros no lo sabréis nunca”.




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