Cuando era más joven tenía la mala costumbre de facilitarles la vida a los hombres. En condiciones actuales me habría dedicado a insinuarles que no me levantaría de la cama por menos de una cena costosa y transporte de puerta a puerta (y en el mejor de los casos, motel de primera). Pero por aquellas épocas mi listón andaba más bien bajo, y solía ejercitar el mal habido arte de tomar un taxi a las nueve de la noche, jugándome el pellejo con tal de no desairar al fulano de turno.
Y resultaba que el fulano de turno era él, Tristán.
Y digamos que, para mi enormísima sorpresa, también el fulano de turno terminó viviendo en un vanguardista edificio restaurado de inspiración industrial de las primeras décadas del siglo XX. Un piso entero solo para él y virtualmente vacío.
Parecía que un okupa se había apropiado de un lujoso departamento con la vista más espectacular de La Capital por la módica suma de absolutamente nada.
Pero no, el piso era de Tris. O sea, de sus padres, pero para efectos de la historia, daba exactamente lo mismo.
No negaré que me brilló el ojo en el momento en el que mi más bien benévolo taxista me dejó frente a aquella construcción de inspiración Bauhaus considerada como una de las más chic de La Capital. Poco después me enteré de que el edificio entero pertenecía a su madre, quien era, a su vez, una de las representantes de la más rancia aristocracia capitalina, razón por la cual mi por entonces estimado Tris poseía una más que envidiable doble nacionalidad.
Como dato curioso noté que, en la planta baja, funcionaban un par de emprendimientos de corte hípster-trendy que habían sonado mucho últimamente por redes sociales. Uno de ellos era una de aquellas cafeterías/bares/restaurantes de comida orgánica/centros culturales que gustaban tanto por esa época. Ah, y se llamaba, coquetamente, El CosaSeria.
Y déjenme recalcar que este dato es muy importante para la trama. Se los aseguro.
Decía que Tris me invitó a pasar a su desnudo departamento de lujo y que aquel lujo se veía deslucido por la virtual ausencia de mobiliario y la abundancia de polvo, libros (usados en su mayoría) y un escuálido gato negro que deambulaba más como el fantasma demoníaco de un felino malvado que como el animal de carne y hueso que era en realidad (o es lo que espero).
«Podría ser muy feliz aquí», me dije, mientras Tristán me hacía el tour por una sofisticada cocina que parecía estar en los huesos de lo vacía y blanca que se hallaba y me conducía hacia el balcón mejor ubicado que a cualquier arquitecto iluminado se le hubiera podido ocurrir la idea de llevar a cabo.
Me dediqué a obviar la absoluta falta de un toque femenino –o de cualquier toque, a secas– en el depa y me dediqué a amoblar imaginariamente aquel primoroso espacio con los muebles más estrafalarios que mi imaginación y las fotografías memorables de la revista Vanidades –sección Hogar– pudieron haber permanecido en mi recuerdo.
–No tengo nada para ofrecerte de comer, Galita –dijo Tristán, sin el más mínimo remordimiento. Y a juzgar por cómo pintaba su estilo de vida, tampoco es que me sorprendiera tanto–. ¿Te gustaría ir a comer al CosaSeria?
No quería responder porque no sabía si Tris tenía dinero para pagar, o tendría que anotar nuestra comida en la cuenta de un hipotético crédito que, como hijo del casero, tendría un infundado derecho de ostentar. Yo, por mi parte, estaba por entonces más pelada que ese departamento. Es decir, con pura cáscara y sin nada en la cartera.
–Es que no tengo mucha plata –le dije. Y admito que aquella línea siempre me funcionaba.
–Te estoy invitando yo, Galita –respondió Tris, con cara de enojo fingido–. No me ofendas, ¿quieres?
Y como a caballo regalado no se le miran los dientes, acepté de inmediato y bajamos hasta el CosaSeria. Igual, desde hacía rato que tenía ganas de conocerlo.
A primera vista me sorprendió un mural que tributaba a la segunda etapa de la Bauhaus. Quien lo había pintado, sin duda sabía de historia del arte. Se trataba de una pintura de cuatro por dos, aproximadamente, con los colores dominantes de rojo, blanco y negro (en ese orden), en donde aparecía un niño de no más de tres años, de pie sobre su cama-cuna, con un pijama que recordaba más al uniforme a rayas de un preso de caricatura que a un mono de bebé, y rodeado de una serie de personajes monstruosos, masculinos todos, a los que supuse que hacían referencia a sus pesadillas (en el mejor de los escenarios posibles).
Reconocí la línea y el trazo enseguida. Y mi corazón hubiera saltado dos metros, de no ser porque solo mido un metro sesenta. Giré la vista a todos lados, para ver si lo encontraba, pero fue en vano. Supuse entonces que, tal vez, había sido un encargo, y que mi amigo, tal como yo lo había predicho unos cuatro años atrás, se habría convertido, eventualmente, en el artista que estaba destinado a ser.
Por supuesto que, sin disculparme con Tristán, me le adelanté en dirección al mural para buscar la evidencia final que confirmaría mis halagüeñas sospechas. En efecto, en la esquina inferior izquierda, se hallaba su nombre y la fecha: Alekséi/2013.
–Galatea –escuché su voz. Grave, en voz quedita, como diseñada a propósito para ponerle atención. No tardé ni la cuarta parte de un segundo en voltear para hacer aquello que, en un futuro no tan incierto, sería mi costumbre.
–¡Alekséi! –mis ojos saltaron caricaturescamente de sus órbitas mientras mi sonrisa transparentaba mis encías rosadas. Todo esto mientras lo abrazaba como si se hubiera tratado del hijo pródigo en persona–. ¡Qué haces aquí!
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Editado: 29.10.2023