Bien, una vez narrados los antecedentes, no me queda más que saltar en el tiempo, de nuevo, para poder comprender lo que pasó entre nosotros.
Y por ‘nosotros’ me refiero a Tristán y a mí.
Regresemos, pues, atrás en el tiempo, justo hace cinco años.
Aleks se había marchado de la casa, dejándome emocionalmente perpleja y económicamente jodida. Alguien tenía que salvar esos muebles. Y ese alguien no iba a ser yo.
El señor Galvés padre me llamó al día siguiente de haber recibido el correo en el que Alekséi me hacía saber que ni siquiera se encontraba en el país. Un hombre recio, quizás una versión mucho menos pulida y con veinticinco años más encima que su hijo mayor, me contó con su acento costeño, la mañana en la que trajo a un camión pequeño y dos trabajadores de mudanza, para llevar las cosas de su hijo a la casa paterna, que Alekséi se había marchado a San Petersburgo, con una beca gestionada por Cosme Bravata, alumni de la Academia Rusa de Bellas Artes, para tomar un curso intensivo de pintura figurativa cuya duración se extendería por seis meses.
Afortunadamente, don Galvés padre resultó ser mucho más locuaz que su parco hijo, y no escatimó en detalles al hacerme la conversa.
Me dijo que Ana Julia por poco lo había demandado por abandono paterno, al no haber sido anticipadamente informada del hecho, y que Alekséi tendría que enfrentarse, eventualmente, a acciones legales por parte de su –ahora sí– consumada ex pareja, quien no le perdonó que faltara a su palabra de visitar a Amaru regularmente.
Por mi parte, escuchaba con atención, a tiempo en que ayudaba a empacar intempestivamente lo que quedaba de ropa, calzado y accesorios de pintura del hijo descarriado de la familia Galvés, cuyos demás hermanos se habían formado carreras en ingeniería informática y agronomía, respectivamente.
–Si mi hijo no regresa a La Capital con un proyecto pictórico lucrativo que le saque la pata de lodo –me dijo, mientras supervisaba que los trabajadores desarmasen la cama hecha a mano por Aleks–, estaremos jodidos.
Y por ‘estaremos’ supongo que se refería a la familia entera.
Sé que sueno egoísta al decirlo, pero, en ese mismo momento, me alegré de no estar en los zapatos de Ana Julia en aquel momento, ni en los de Aleks, ni en los de nadie más que de mí misma.
Y en los de Tristán, un poco también.
Y sentí también cierta satisfacción malévola producida por esta eterna disfuncional costumbre mía de mirar siempre los toros de lejos.
Nunca supe muy bien a quién carajos sacó Alekséi esa personalidad tan misteriosa, ya que su padre parecía ser un libro abierto. Cuando las pertenencias de Aleks estuvieron debidamente empacadas y almacenadas en el camión, el señor Galvés y yo nos despedimos con un fuerte abrazo, a tiempo que don Fernando (que así se llamaba), me entregaba un sobre blanco, que contenía el dinero de la renta faltante y me pidió contarlo, a lo que repliqué cortésmente que no era necesario, porque Alekséi ya me había hecho una transferencia.
–Esto es para que se ayude en lo que busca un reemplazo de Aleks.
«Ay, señor Galvés, si supiera que Aleks solo hay uno», pensé, pero no dije, mientras la etiqueta me obligaba –a regañadientes, claro– a rechazar el dinero a costa de parecer una bruja codiciosa y desalmada.
Y urgida de plata también, por supuesto.
–Tómelo, Galita –y me hubiera gustado que fuera su hijo quien me hablara así–. Alekséi me dijo que lo necesita.
Recibí el dinero sin más y abracé de nuevo al don, quien compartía el mismo ADN que su hijo, mientras pensaba para mí:
«Algo es algo».
De todas maneras, esa platita me ayudaría un mes más en lo que encontraba otro roomie que necesitara aquel estudio con urgencia.
Pero se me ocurrió una idea.
–Por una módica suma, podríamos negociar tu cambio de estudio a lo de Alekséi –le propuse a Tris, esa misma tarde, durante la cena.
Había preparado las favoritas de mi todavía fiel inquilino: alitas teriyaki con arroz blanco y vegetales salteados.
Tristán ya estaba sentado a la mesa, pero su usualmente apetito voraz no parecía haber emergido como de costumbre, esta vez, cuando ponía la comida frente a sus ojos.
–¿En serio no vamos a hablar del elefante en la habitación, Galita? –preguntó Tris, obviando mi propuesta y sin apenas mirar su plato.
En efecto, había una conversación pendiente, pero yo no estaba dispuesta a hacerla. Al menos, no de inmediato.
–Quizás otro día –le dije–. Con una cerveza o dos en la mano, por supuesto que lo haría.
–No se diga más, Galatea –y Tris se fue a su habitación, dejando las alitas a su suerte. Yo diría que aquel gesto hasta me ofendió un tanto.
Regresó al cabo de unos minutos con un six pack de Stella Artois salidas directamente de su heladera personal. Sacó un par de la envoltura, las abrió él mismo, me entregó una y se quedó con la otra.
–Ahora sí, Galita –Tris acercó su plato al asiento de al lado del mío, que estaba vacío y se sentó en él–. Suéltalo todo. Sácalo de tu sistema.
No sé por qué terminé haciendo lo que terminé haciendo. Pero seguramente, el gesto de empatía de Tristán tuvo algo que ver. Quizás tuvo todo que ver, de hecho.
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Editado: 29.10.2023