Estoy muerta de frío, a la espera de que mi tren llegue al andén donde estoy sentada.
Mi móvil suena con la llegada de un mensaje y pongo los ojos en blanco al saber quién es. Intento ignorarlo, pero el condenado aparato no me deja en paz con su estridente pitido.
Resoplo con fastidio, me quito un guante de lana de mi mano, cojo el móvil del bolsillo de mi abrigo de plumas y lo desbloqueo para contestar a mi insistente progenitora.
Leo el mensaje más interesante y respondo con la hora aproximada de mi llegada. Sé que están impacientes por verme y que pasemos las navidades juntos, pero esta persistencia va a acabar en acoso.
Escucho el traqueteo del tren mientras se acerca por la vía hasta el andén, me levanto encogida por el frío, agarro el asa de mi maleta y espero unos pocos segundos más para que me den vía libre y poder entrar en mi vagón.
Estoy mirando a los pasajeros que se apean cuando siento que alguien se queda a mi lado. Miro a mi derecha y veo a un chico moreno, alto y con unos ojos marrones que me dejan paralizada. Me dedica una sonrisa encantadora y me pregunta:
—¿Vas a subir a este tren?
Por alguna razón, mi garganta no quiere articular ninguna palabra y solo asiento dando un pequeño paso hacia la izquierda para alejarme del desconocido.
—Me alegro. ¿Es tu primer viaje en tren? —me inquiere al encogerse y meter las manos en los bolsillos de su elegante abrigo.
—Viajo en las vacaciones de cada trimestre para ver a mi familia —contesto un poco más relajada, aunque agarrando el asa de mi maleta con fuerza.
—¿No eres de Madrid?
—De Sevilla.
—Nunca he visitado esa ciudad. ¿Es bonita? —me pregunta con una nueva sonrisa encantadora.
—No es porque sea mi ciudad, pero es preciosa.
—Me encantará comprobarlo.
El tren por fin se ha quedado vacío y subo en cuanto dan luz verde. Busco mi vagón, subo mi maleta al compartimento encima de mi cabeza y me siento al lado de la ventanilla.
Busco los auriculares en mi bolso, enciendo la música en mi móvil y me acomodo para empezar mi regreso a casa.
Cierro los ojos para descansar la vista y relajarme mientras escucho la hipnótica y sensual voz de Michael Bublé cuando siento que alguien entra en el vagón y se sienta a mi lado. Me da un leve toque en el brazo y abro los ojos para encontrarme de nuevo con el hombre del andén.
—Parece que vamos a viajar juntos —me dice con su sonrisa encantadora en sus labios carnosos.
—¿Seguro que no me está siguiendo? —pregunto con una leve sonrisa tímida.
—Puedes estar tranquila. No soy ningún psicópata, aunque no me importaría conocerte un poco más.
—Creo que saber nuestros nombres sería un buen primer paso —contesto alargando la mano para estrechar la suya—. Anabella Campos.
—Jean Pierre. Encantado de conocerte.
—¿Eres francés o lo son tus padres? —inquiero con curiosidad. «No tiene acento francés», pienso asombrada.
—Mi madre es más francesa que mi padre. Yo nací en Aldenia. ¿Lo conoces?
—No me suena. ¿Dónde se sitúa?
—Es una pequeña isla entre Francia y España. En el siglo XIX perteneció a la primera, a principios del siglo XX perteneció a España y ahora, desde el dos mil uno, hemos conseguido la independencia definitivamente.
—No se habla mucho de Aldenia en Geografía o Historia, ¿verdad?
—No mucho. Los reyes están peleando por ello y por entrar en la Unión Europea, aunque ambas cosas las veo complicadas de conseguir —me explica con una leve sonrisa resignada.
***
Las horas se me pasan volando hablando con Jean Pierre. Cuando nos damos cuenta, el tren ya está entrando en la estación de Santa Justa en Sevilla.
Tenemos que despedirnos para dirigirnos cada uno a nuestras direcciones, nos estrechamos las manos en la puerta de la estación con una sonrisa y escucho la voz de mi madre que me llama desde el carril de los taxis, aún montada en el coche con mi padre de conductor.
Le dedico una última sonrisa al chico y me hacia mis progenitores. Meto mi maleta en el asiento trasero conmigo, los saludo con un beso en la mejilla y mi padre pone rumbo hacia nuestra casa.
—¿Quién era ese joven? —quiere saber mi madre.
—Un pasajero del tren. Hemos hecho buenas migas.
—¿Tienes su número de teléfono?
—No, madre. No creo que volvamos a vernos. Espero que este año no me hayas preparado otra cita a ciegas. Te aviso desde ya que no iré —le digo con seriedad.
—Hija, ya tienes una edad para pensar en formar una familia. Y quiero conocer a mis nietos antes de morir.
—No te servirá el chantaje. Me casaré cuando encuentre a la persona adecuada.
La conversación ha terminado por esa noche y mi encuentro con ese hombre, desafortunadamente, también. «Debí haberle pedido su número de teléfono», me regaño mientras veo cómo el paisaje pasa por delante de mis ojos con rapidez por la ventana del coche.