Mi móvil suena con la llegada de varios mensajes seguidos y abro los ojos con pesar. Me doy la vuelta en la cama para poder alargar la mano hacia la mesita de noche y coger el aparato.
Estoy medio dormida, pero logro ver que es un número desconocido.
Abro los mensajes y leo: «Buenos días. ¿Estás lista para un día de turismo? Mándame la ubicación para ir a recogerte. Nos vemos en un rato».
Mi cerebro trabaja rápido y sé de quién son esos mensajes. Me incorporo de un salto, apoyo la espalda en el cabecero y le mando la ubicación de mi casa después de saludarlo.
Me levanto de la cama con rapidez y busco en el armario unos pantalones vaqueros, un jersey y un abrigo elegante, pero calentito.
Bajo las escaleras a todo correr después de peinarme y maquillarme, saludo a mis padres que están desayunando en el salón y mi madre se me queda mirando con el ceño fruncido. No estoy segura de si está enfadada por la cita de anoche o está extrañada por mi repentina felicidad mañanera.
—¿A dónde vas tan deprisa? —me pregunta sin apartar sus ojos de mí.
—He quedado con un amigo para enseñarle la ciudad. Mañana se marcha y no quiere dejar de visitar los mejores monumentos y vistas de Sevilla —contesto untando un poco de mantequilla en una rebanada de pan tostado.
—¿Quién es ese amigo? ¿Lo conocemos?
—Lo has visto, pero no os he presentado. Es el chico que viste en la estación.
—Dijiste que no le habías dado tu número porque no creías que volverías a verlo.
—Me equivoqué. Me lo encontré anoche, en el restaurante. Nos invitó a la cena y me dijo que fuera su guía turístico —le doy un bocado a la tostada y veo los ojos abiertos de mi madre.
—Haz que ese chico se quede con la boca abierta con la belleza de nuestra ciudad, cariño —me dice mi padre al ver que ambas nos hemos quedado calladas en un silencio un poco incómodo.
Asiento con una sonrisa y sin dejar de masticar.
***
Solo han pasado veinte minutos desde que Jean Pierre me ha mandado los mensajes cuando alguien llama al timbre.
Doy un respingo en la silla, nerviosa, y me levanto para abrir con rapidez. Le dedico una sonrisa al verlo y lo saludo con un movimiento de mano tímido.
—¿Estás preparada? —me pregunta con una sonrisa encantadora en los labios.
—Preparadísima.
—¿A qué hora volverás? —interroga mi madre al aparecer delante de nosotros desde detrás de la puerta abierta.
Ambos nos sobresaltamos al escucharla y la miro con curiosidad. «¿Sigue enfadada?», me pregunto al coger mi bolso y el abrigo del brazo del sofá.
—A la hora que usted quiera que la traiga de vuelta —responde el chico con amabilidad y sin desvanecer su sonrisa encantadora que hechiza.
—Me vale si no es de madrugada —contraataca mi progenitora con un poco menos de enfado en sus palabras y en su cuerpo.
—Así será. Encantado de conocerla.
El hombre se despide mientras yo lo empujo con suavidad hacia la calle para irnos cuanto antes.
Entramos en el coche dotado de un chófer y se dirige al centro de la ciudad.
—¿Por qué tenemos un chófer? Podríamos haber pedido un taxi o haber ido en autobús —le pregunto con un susurro.
—Lo sé, pero es una de las condiciones que me ha dado mi madre para dejarme en paz durante mis vacaciones —responde con otro susurro, muy cerca de mi rostro.
—De acuerdo. ¿Vendrá con nosotros de turismo?
—Sí, pero no notarás que está. No te preocupes por él.
***
El chófer deja el coche en un parking y nos dirigimos como primer destino a la Plaza de la Encarnación para ver el mirador que los sevillanos llamamos “Las Setas”.
Subimos hasta lo más alto de la estructura y caminamos por sus pasillos exteriores para admirar la ciudad desde las alturas.
Jean Pierre está impresionado con lo que ve y yo emocionada de que le guste.
Continuamos nuestro tour y lo llevo hasta la catedral, a todo el meollo de la ciudad alumbrada con las luces de navidad. Hacemos la cola para subir a la Giralda y el chico no deja de hacer fotos con su móvil.
Seguimos el recorrido con los jardines del Real Alcázar para entrar en un laberinto de setos donde jugamos y reímos como dos pequeñajos.
Proseguimos andando hasta la Torre del Oro para ver su museo naval en el interior y el río Guadalquivir en su exterior.
Se está aproximando la hora del almuerzo y el chófer nos guía hasta el restaurante en el que ha reservado mesa. No está muy lejos de la torre y ahora es mi boca la que se abre al entrar en el local tan caro que solo he podido ver desde el puente que cruza el río.
—¿A qué te dedicas? —pregunto con un poco de temor mientras nos sentamos en los butacones de la mesa que nos han asignado.
—Tranquila, no hago nada ilegal.