Narrador omnisciente
Alizée siempre había sido un enigma en los pasillos del castillo. Sus modales pulcros y su tono educado escondían lo que realmente era: una mujer despiadada, sobre todo con la pequeña princesa Lucille. Desde que llegó para encargarse de la educación de la niña, la princesa había perdido su brillo. Su risa era cada vez más rara y sus ojos, antes llenos de curiosidad, estaban siempre apagados. Nadie sospechaba lo que realmente ocurría cuando las puertas del aula donde la pqueña recibía su educación se cerraban.
—De nuevo, Lucille, lo has hecho mal —la voz de Alizée resonaba fría, sin rastro de paciencia—. Tienes que repetirlo hasta que salga bien.
La princesa, con apenas siete años, tenía las manos rojas y doloridas de tanto practicar caligrafía. El dolor se extendía por su espalda de estar tantas horas inclinada sobre el escritorio, pero no se atrevía a quejarse. Sabía lo que ocurría cuando lo hacía.
—Perdóneme, madame Alizée —murmuró Lucille, su voz apenas un susurro. Sabía que, si levantaba la mirada, solo vería el ceño fruncido de su institutriz.
—No acepto disculpas, Lucille. Acepto resultados —respondió la mujer sin piedad, acercándose con pasos firmes—. Hazlo de nuevo.
Lucille comenzó de nuevo, aguantando las lágrimas, el pecho apretado de miedo y frustración. No era solo el trabajo académico lo que Alizée le imponía. Los castigos a menudo eran crueles y desproporcionados. La obligaba a quedarse horas sin comer si no terminaba sus lecciones, o le hacía limpiar la habitación de la servidumbre, tareas que eran propias de los sirvientes y no de una princesa.
—Sabes que no está bien lo que haces —la princesa susurraba a veces, mientras frotaba el suelo con las rodillas raspadas.
Pero Alizée no era la única que la trataba mal. Aline, la mucama, había formado una extraña alianza con la institutriz. Juntas controlaban cada aspecto de la vida de Lucille, desde su alimentación hasta sus actividades diarias. Siempre encontraban una excusa para castigarla.
—Vamos, pequeña princesa ratita, no tenemos todo el día —se burlaba Aline, tirándole un cubo de agua mientras la niña se esforzaba por limpiar los suelos—. A ver si aprendes lo que significa el trabajo duro.
Lucille tragaba su orgullo y el dolor, porque sabía que cualquier intento de quejarse o pedir ayuda solo empeoraría las cosas. El castillo estaba lleno de personas, pero nadie parecía notar el maltrato. Alizée y Aline tenían un control meticuloso sobre los momentos en los que alguien podía ver a la princesa, y en esos momentos todo parecía estar en orden.
Una tarde, tras haber terminado de limpiar la sala que compartían los sirvientes, Lucille intentó levantarse del suelo con las piernas temblorosas.
—He terminado —dijo, con la esperanza de que al menos esta vez, le permitieran descansar.
—No hasta que yo lo diga —respondió Alizée, inclinándose hacia ella con una sonrisa cruel—. Tu lugar está aquí abajo, hasta que aprendas a comportarte como una verdadera princesa. Te he repetido has el cansancio que le digas a tu padre el rey que soy la única a quien puede cuidarte y educarte.
—Te empeñas en insistir que contraten a alguien— repitió Lucille poniendo mala cara.
—Por que eso hace feliz a tu padre, sin embargo, eres la responsable en elegirme como la única mujer capaz de poder criarte.
Lucille asintió, sin fuerzas para replicar. Sabía que no importaba lo que dijera o hiciera, estas mujeres habían hecho de su vida un infierno en el que no había escapatoria.
Lucille apretó el puño con fuerza. Estaba harta, harta de que la trataran como si no fuera nada más que un objeto. Mientras las palabras de Alizée se hundían en su mente, algo dentro de ella se rompió. De repente, con un movimiento rápido y decidido, escupió directamente en la cara de la institutriz.
—¡No eres mi madre! —gritó Lucille, sus ojos llenos de furia y lágrimas contenidas—. ¡No tienes derecho a tratarme así! ¡No eres nadie!
Alizée quedó paralizada por un momento, la sorpresa en su rostro era evidente. Nadie, ni siquiera la pequeña princesa, había osado desafiarla de esa manera. Sus manos temblaron por la rabia, y su rostro se torció en una expresión de odio mientras se limpiaba el escupitajo de la mejilla.
—¡Maldita mocosa! —gritó Alizée, levantando una mano para golpearla—. ¡Te enseñaré a tener respeto!
Pero Lucille no esperó. Antes de que la mano de la institutriz pudiera tocarla, giró sobre sus talones y corrió hacia la puerta. Su corazón latía desbocado, pero su instinto de supervivencia era más fuerte que el miedo. Salió disparada del salón, sus pequeños pies golpeando con fuerza el suelo de mármol, sus sollozos desgarrando el aire.
Mientras corría por los largos pasillos del castillo, la tristeza y el coraje la abrumaban. No tenía amigas, nadie en quien confiar. Su padre siempre estaba ocupado, en reuniones interminables, con las puertas de su despacho cerradas para ella. Y su madre... su madre había muerto cuando Lucille era apenas una recién nacida. Ella no la recordaba, pero sabía todo gracias a Simón, el mayordomo.
Había sido Simón quien, en sus momentos de mayor tristeza, le hablaba de su madre con dulzura, de cómo era hermosa y valiente, pero también de cómo había muerto dejándola sola en este mundo frío. Cada vez que Lucille pensaba en ello, sentía como si una parte de su corazón se encogiera de dolor. Pero ni siquiera Simón podía estar con ella todo el tiempo. Ella estaba sola, rodeada de personas que solo querían controlarla.
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Editado: 17.11.2024