Camino hacia la estación de metro 119 de Roushter. Espero en la banca mi turno para abordar.
—Hola, James —un Señor de estatura baja y de actitud cansada me saluda.
Mi vista de lejos no funcionaba lo suficiente para darme cuenta que era el señor Frederick, un amigo que tengo desde hace unos cinco años.
—¡Señor Frederick! ¿Cómo está? —me acerco a abrazarlo.
—¡Bien, bien, hijo! —me da algunas palmaditas en la espalda.
—No lo noto tan bien; ¿Hay algún problema?
—Estoy algo intranquilo. Mi hija Emily no ha llegado a casa; ¡qué preocupado estoy!
—¿Una de sus rabietas de nuevo?
—Sí, es difícil controlarla a veces, pero qué se hace, es lo único que me queda.
—No debería andar en esos trotes, recuerde que está enfermo.
—Lo sé, pero si no soy yo ¿Quién la buscaría? Lamento irme de esta manera hijo pero no quiero que le pase nada a Emily.
Mientras caminaba de salida al exterior del metro vi como su cuerpo se esfumaba en pedazos como si fuera un papel a punto de terminar su destino. ¿Fue una visión? O quizás su vida acabaría pronto. Razón por la cual a veces no tengo amigos con quien hablar. Me etiquetan como extraño. Persona que quizás tiene una vida tan desgraciada, que no vale la pena entablar una conversación.
Desde la escuela me he apartado de todo. En vez de ser un don, terminó siendo para mí una maldición. Sigo hasta ahora viendo el final de cada persona. Lo más triste es que no puedo ver el mío.
Hasta ese día lo vi. Murió una semana después de un infarto. Fui a su funeral, le di las condolencias a Emily, estaba destrozada pero este era su castigo por no valorar a quien la cuidó.
¿Se merecía el señor Frederick su destino? No, sin embargo, es un hecho que cosas malas les pasan a aquellos que deciden hacer lo bueno. No es un castigo de Dios, más bien es una forma que usa para mantenernos junto a él.
Así es él de extraño pero maravilloso en su plenitud. Nunca el ser humano logrará entender sus planes. Aunque ahora puedo entender un poco más qué quiere decir “el amor todo lo perdona”.
El pasar seis años por la misma estación te hace ver lo real de la vida. Uno de los ejemplos es el señor Frederick. Todos los días se levanta a las tres de la mañana para poder hacerle de comer a su hija.
Mientras ella duerme, él acomoda su ropa de la secundaria, limpia sus zapatos, guarda su almuerzo… Así se pasan las horas. Prepara el café para vender en las mañanas y el chocolate caliente para las noches. Luego llega al mediodía a casa para poder comer algo y descansar temprano.
Se esfuerza no solo para darle qué comer, sino también, para ser un buen padre. No obstante, su realidad era otra. Su esposa murió teniendo a Emily. Ella creció siendo sobreprotegida, teniendo todo lo que el señor Frederick, en sus fuerzas, le podía dar, pero, a medida que creció, su actitud no fue muy agradecida que digamos.
¿Cómo puedo saber toda su vida? Es fácil. Solo dedico tiempo a leer su alma: miro sus suspiros y escucho sus conversaciones por teléfono con su hija. No ignoré lo que él pasaba. Solo presté atención a su espíritu y éste me contó su historia aunque no haya hablado. A veces debemos prestar nuestros oídos a lo que es importante; eso nos ayudará a ser sabios en determinadas circunstancias. Uno de mis males es, de hecho, mirar lo que son realmente las personas. Podemos ser tan extensos y aún así decidimos ocultar cosas de nosotros mismos. ¡Innegable realidad!
Miré mi reloj; ya habían pasado exactamente los diez minutos prometidos. Se me pasan los segundos como horas. Me quedo ahí sentado, observando a los demás olvidándome de mí.
Eventualmente abordo el metro. Me siento en el mismo lugar de siempre, junto al vidrio que da vista a lo oscuro. En esos lugares me sigue invadiendo una tristeza constante. Miro mi reflejo a través del vidrio y solo veo como la vida se me pasa, sin poder tener aquello que día a día me quita el sueño. Tomo mi teléfono para así revisar mi cuenta. —¡Rayos, no me han pagado aún!.
De imprevisto el vagón se detiene. Confundido, me levanto del asiento, colocándome frente a la puerta.
El vidrio y los sostenedores comienzan a temblar fuertemente.
De niño viví una experiencia similar, llevándome a temerle a los terremotos. Sosteniéndome de la puerta, alcancé a tomarle la mano a una joven que estaba frente a mí.
—Por favor, métete debajo del asiento —le digo a la joven que tome mi mano y le indico cómo protegerse.
—Muchas gracias —me dice mientras, con miedo, decide resguardarse.
Era sorprendente cómo la gente se irritaba fácilmente en tiempos así. Gritándose unos a otros, empujándose para que su vida sea salvada primero; lastimando sin pensarlo aun cuando la situación ya había lastimado. ¡Me decepcionaba la realidad! Esa cruel realidad en la que tienes que dejar que todos se peleen por salvar una vida que pronto terminaría. No era de mi gusto la situación pero simplemente decidí no reaccionar. Me quedé parado viendo cómo sucedía todo; ayudando a quien se dejaba y sonriendo para dar tranquilidad. Esa es mi manera de apoyar.