En la ciudad, los días son fuertes y ajetreados, y la vida corre a un ritmo acelerado. Suele ser muy dura y exhausta, en especial para quienes no están acostumbrados a vivir en ella.
Daniela era una señorita que llevaba un par de años en la ciudad; ella más que nadie sabía lo difícil que puede llegar a ser adaptarse a una rutina citadina.
Proveniente de un pueblo sencillo y humilde, Daniela era una estudiante a destacar, responsable en sus deberes y excepcional en sus calificaciones. Pagaba su universidad con trabajos a medio tiempo en una cafetería regular, de esas comunes que más de diez suele haber en una ciudad tan grande como esa. Sus padres hacían todo lo posible para ayudarla económicamente, y gracias a que unos parientes lejanos tenían un pequeño apartamento sin usar, le permitieron quedarse siempre y cuando lo mantuviese limpio y decente.
Ella luchaba a mano limpia contra su rutina. Sus estudios eran agobiantes y su trabajo a medio tiempo ocupaba las pocas horas libres que solía tener para ella al punto de tener que cumplir turnos nocturnos con frecuencia y, a veces, hacer sus deberes en los ratos desocupados en su trabajo; una realidad que viven muchos estudiantes a nivel mundial que desean un título universitario.
Se acababa el turno de la tarde. Daniela, quien estaba lista para irse, tomo sus cosas y se preparó para salir. Sintiéndose segura de que todo estaba en regla, ella partió al apartamento donde vivía.
Faltando pocas cuadras para llegar al edificio, se percata con un atisbo de frustración que las llaves las ha dejado en la cafetería, local que no está precisamente a la vuelta de la esquina.
Considerando que podría caerle la noche en la ida y vuelta, ella decidió tomar un camino diferente, quizás más corto, que cruzaba por esa plaza a la que había tenido deseos de ir, pero que su ajetreo no se lo permitía, o simplemente no conseguía suficiente motivación.
Cruzando la plaza, observando a su alrededor para distraer un poco su mente en el trayecto, divisó a alguien. Era un hombre. No usaba más que harapos como ropa, y estaba completamente desordenado y sucio. Un vagabundo, de esos que suelen abundar en las grandes ciudades; personas desafortunadas y sin hogar.
Extrañamente joven para su triste condición, quizás veinticuatro o veintiséis años, se encontraba sentado, recostado al pie del gran pedestal de una enorme estatua de un militar colonial a caballo con su sable en mano.
Ella se sintió extrañada, o más bien decepcionada. Notaba con pena y desilusión como las personas pasaban con indiferencia al lado del desdichado y ni le prestaban atención, a su vez que con la vista clavada en el suelo, él daba la impresión de estar perdido en lo que sea que cruzara por su cabeza.
Llevada por la lástima, Daniela se compadeció de él. Fue hasta su lado y le sonrió.
―Hola ―dijo―. ¿Se encuentra usted bien?
Más él no respondió. Pareciera no importarle lo que ella tuviera que decirle.
Por un momento, Daniela pensó en darle algo de dinero, pero en sus bolsillos no había más que la llave de su casillero de trabajo y su teléfono celular. Tenía su tarjeta de débito a la mano, pero no es como si un vagabundo tuviera un aparato de cobros para aceptar limosnas; eso sería ridículo.
Sin opciones, y sin recibir respuesta ante su saludo, se alejó en silencio del hombre, quien ni siquiera volteo a mirarla cuando se fue.
De regreso en la cafetería, Daniela tomo sus llaves puestas sobre el mostrador, aliviada de que ningún extraño las cogiese.
Dispuesta a regresar, una de sus compañeras, una chica joven y casi de su edad cuyos turnos suelen coincidir la mayoría de las veces, la llamó amistosamente.
―Daniela, espera ―dijo.
Ella se da vuelta.
― ¿Qué pasa? No me digas que he olvidado algo ―mencionó con un leve desanimo.
La chica ríe levemente.
―Nada de eso. Toma ―ella saca una bolsa del mostrador con algún recipiente dentro; Daniela no se lo esperaba en lo absoluto―. Hice algo de comida de sobra, y no quiero que se pierda. Suelo cocinar de más, y como sé que a veces tienes dificultades, pensé en traerte algo de comida. Espero que no te moleste, amiga.
Y vaya que no. Tal gesto la hace sentirse apreciada, y sonríe con cariño. Además, teniendo en cuenta que en su casa solo queda algo de arroz y jugo, esa comida le ha caído como una bendición.
― ¡Muchas gracias, Olivia! ―contestó sonriente―. No sabes la gran ayuda que me das.
―Tranquila, no es la gran cosa. Puedo traerte un poco todos los días, si quieres.
Una oferta imposible de rechazar, hasta para la más modesta. Ella coge la bolsa. Por su leve peso, se nota que es una buena porción.
―Sí, por favor. En verdad te lo agradezco.
―Sólo déjamelo a mí, ¿está bien? ―contestó Olivia―. Pero tráeme los recipientes mañana.
Daniela asiente y sonríe.
―No te preocupes, los lavaré y traeré. Es lo menos que puedo hacer.
―Perfecto. Así haremos de ahora en adelante.
―Sí. Gracias otra vez.
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Editado: 02.09.2023