Una Obra Sin Título

El Sabio Vago

En una antigua capital de un reino de antaño vivía un viejo hombre llamado Zilán. Era él un vagabundo, considerado incluso un pordiosero; el hombre más pobre de la localidad. Su casa era la calle y era muy común encontrarlo bajo un puente, frente a una taberna o callejón, caminando tranquilamente por las calles, o en la bella plaza central de la ciudad. Utilizaba un palo largo como báculo para ayudarle a caminar, y su ropa siempre era la misma, una harapienta túnica como una gabardina, una camisa y pantalón muy gastados y viejos zapatos más que remendados.

Se ganaba la vida realizando pequeños encargos como botar basura, quitar la mala hierba de un jardín, comprar algo para alguien, o simplemente esperar a la limosna de alguna persona de buen corazón. También le gustaba alimentar animales de la calle, por lo que no era extraño verlo al lado de perros o gatos.

Sin embargo, pese a su condición de extrema pobreza, Zilán era considerado el hombre más sabio de la capital. Sabía de todo. Si le preguntabas algo, tenía una respuesta para ti sin importar la cuestión. Su pensar era justo y recto, y su juicio al momento de dar consejos era tan certero como la puntería del mejor de los arqueros del reino.

Cierto día, el Rey se paseaba por la capital.

El soberano era un hombre orgulloso llamado Irnat, cuya edad estaba cerca de los cuarenta, y pese a que cumplía de manera eficiente su deber como monarca, se le conocía por ser alguien vanidoso y sin tapujos, de carácter fuerte.

Mientras deambulaba por la plaza en su corcel, acompañado de un puñado de súbditos y guardias, el Rey no pudo resistir la curiosidad al ver a aquél hombre mayor que él, recostado de la estatua del centro de la plaza, acompañado por un perro y un gato.

Al preguntar a sus vasallos, rápidamente estos respondieron con la verdad sobre aquel hombre reconocido por casi todos en la capital. Incluso el Rey alzo las cejas, pues hasta él mismo llegó a escuchar de ese viejo hombre en alguna ocasión.

Sin pensarlo mucho, el Rey se aproximó a Zilán.

El vago alzo la mirada ante la sombra imponente del monarca, a quien respetuosamente le ofreció una reverencia sin levantarse de su lugar.

―Me han dicho que eres un hombre muy sabio, Zilán ―dijo el Rey―. ¿Es eso cierto?

Zilán bajó la mirada y esbozó una diminuta sonrisa.

―La gente suele hablar de mí de esa forma. Pero, personalmente mi Rey, no me considero alguien de ese nivel, pues ciertamente me falta mucho por aprender. La vida es muy corta, y el conocimiento muy amplio.

Ante la respuesta del vagabundo, Irnat sintió un toque de intriga. Pero llevado por su soberbia y su ímpetu de ponerlo a prueba, el Rey volvió a dirigirle la palabra.

―Muy bien, viejo hombre, quisiera que le dieses luz a una duda que he tenido desde hace un largo tiempo, si está en ti ser capaz de ayudarme ―el Rey metió la mano en su bolsillo y sacó un doblón de oro, la moneda de mayor valor del reino―. Si me siento satisfecho con tu respuesta, te daré esta pieza de oro.

Zilán alzó la mirada y contestó.

―Mi Rey. Suelo responder las preguntas de la gente sin necesidad de un pago. Yo intentaré esclarecer su duda, y si está en usted ser capaz de regalarme esa pieza de oro, con gusto la aceptaré.

El Rey, divertido por lo que él podría haber interpretado como un desafío irónico por parte del pordiosero, soltó una pequeña risa y se dispuso a mostrar su inquietud ante el hombre.

Conforme Irnat hablaba sobre su duda, Zilán escuchaba atentamente cada palabra que salía del Rey. Él se tomó su tiempo mientras las personas miraban curiosos como el Rey mismo hablaba con el sabio vago, como se le conocía.

Tras un buen tiempo, Irnat terminó, y con brazos cruzados esperaba la respuesta de Zilán, quien con ojos cerrados reflexionaba sobre todo lo escuchado.

Y finalmente, el sabio vago consiguió una respuesta, la cual explicó a su Rey con tranquilidad y paciencia durante casi el mismo tiempo que se tomó él en explicarle su duda. Hasta que finalizó.

Ciertamente, el Rey estaba sorprendido. No esperaba en lo más mínimo que la respuesta que Zilán fuese a darle fuera tan certera y precisa.

Y de la nada, el Rey empezó a aplaudir.

―Estoy impresionado ―dijo Irnat, tras sus aplausos―. Me has dejado perplejo, Zilán. Aunque, claro, no esperaba menos del popular sabio vago.

―Estoy contento de haberle sido de ayuda, su majestad ―respondió Zilán, con una inclinación de cabeza.

Irnat bufó una risa y dejo caer el doblón de oro sobre el pantalón harapiento del viejo hombre.

―Nos volveremos a ver, sabio vago.

Y con estas últimas palabras, el Rey se dio vuelta, se montó sobre su corcel y se alejó.

Desde ese día, la fama de Zilán creció como el hombre que ayudó al Rey, pues la duda que le planteó era algo de suma importancia en los asuntos políticos del reino.

Y tras este encuentro, las consultas del Rey se volvieron frecuentes. Visitaba cuando menos un par veces a la semana a Zilán en busca de sus respuestas, y siempre dejaba un doblón de oro tras su visita.




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