Las palabras de mi padre se repitieron en mi cabeza mucho tiempo después de pronunciadas, por más que quisiera aparentar que no me afectaron, lo cierto era que me hicieron sentir miserable. El hombre se atrevió a reclamarme a mí y a mi madre lo invertido en mi manutención y la educación que él quería que tuviera, pero ¿Alguna vez me preguntó qué quería yo? La respuesta era obvia porque no le importaba. Solo pensaba en sí mismo, los demás existíamos para complacerlo o hacerle la vida más difícil, yo en especial pertenecía al segundo grupo y sé de primera mano que siempre fui un dolor de cabeza para él. Puedo entenderlo en parte, él ni siquiera esperaba que una aventura de fin de semana con una de las abogadas del despacho que lo representaba fuera a tener semejantes consecuencias. Lo que no comprendí nunca fue por qué se empeñó en ensañarse conmigo, por qué no simplemente desapareció de mi vida. Nunca le pedí nada, sabiendo que sus recursos son vastos. Jamás me atreví a pedirle nada más que el tiempo que le reclamaba cuando era niño, tiempo que dejé de exigirle años atrás, cuando comprendí que, entre sus negocios y su familia, yo no tenía más cabida que la firma del cheque mensual que mi madre recibía.
Al final, decidí complacerlo y evitarle molestias, me matriculé en una universidad que le costaría la décima parte de lo que pagaba en la de su elección, una que mi madre y mi trabajo de medio tiempo fácilmente solventarían. Esa semana recibí su llamada, como siempre solo escuché palabras endurecidas que decidí tragarme sin responder, nada cambiaría mis planes. Luego de un año desperdiciado intentando ser lo que él quería, creí oportuno cambiar el rumbo a algo que satisficiera más mis expectativas personales.
A los diecinueve años, mi madre era el mayor de mis ejemplos. Luego de representar a hombres como mi padre entendió la poca satisfacción que dejaba vender su profesión al mejor postor y decidió representar a personas que no tenían forma de costearse un buen abogado, así conocí en parte los dos extremos de una sociedad desigual y decidí que me dedicaría a brindar un poco de ayuda a los que menos tenían. Ignoraba si podía llevar mi proyecto hasta sus últimas consecuencias, pero al menos lo intentaría. Siguiendo lo que creía correcto, inicié mi primer año en la universidad de mi elección y para la profesión que serviría más a mi propósito. Otra cosa que desagradó a Octavio Sifuentes, mi ausente y aun así autoritario padre, al cual me propuse dejar de rendir cuentas, ya era mayor de edad y lo que había gastado en mí algún día se lo devolvería, ese fue uno de mis primeros objetivos en la vida.
Las cosas no cambiaron mucho pese a mis expectativas, la única diferencia fue la efímera sensación de libertad que me dejó haber tomado mis propias decisiones. Sensación que pronto se disipó en el medio de la turbulencia que seguía siendo mi vida. Poco me complacía y en cambio, todo me molestaba. Los pocos amigos que me permitía me envidiaban por la facilidad con que las chicas se me acercaban. Sin embargo, yo no sabía si eso me agradaba. Nunca pude estar seguro de que la preferencia de esas lindas muchachas era por mí o por el nombre que me distinguía como hijo de mi reconocido y favorecido padre.
Tan a su sombra me sentía que imaginaba incluso que su nombre iba tatuado en mi frente, como símbolo de la propiedad que él intentaba ejercer sobre mi vida. El tiempo transcurrió, días, meses, un par de años en los que me dejé llevar por todo y por nada. Nunca había sido bueno para mantener el ritmo, estaba en mí el iniciar con entusiasmo para luego perderlo poco a poco.
Una mañana eso cambió. Era un día gris, como casi todos los que vivía en aquel tiempo. Sentado en el fondo del salón de clases, intentaba sin mucho éxito mantener centrada mi atención en lo que el profesor enseñaba: una materia genérica para varias carreras que había tomado a falta de otra más interesante y por cumplir con la retícula establecida para el ciclo. Desafortunadamente no estaba logrando mi propósito, la cabellera de una castaña de bellos ojos ondulando frente a mi cara era más entretenida que el discurso del catedrático. También lo era el aroma de su perfume que, estando sentado detrás de ella, llegaba casi intacto hasta mi nariz. Creo que estuve a punto de enamorarme de esa linda muchacha que ya en otras ocasiones me había manifestado su interés, pero entonces apareció esa otra chica. No había reparado en su llegada hasta que la voz enfadada del profesor se dirigió a ella, con palabras poco amables le pidió que se fuera. Miré de reojo impulsado por la curiosidad, la vi de pie en la entrada del aula. Era una joven a simple vista común, pero con un rostro lo suficientemente agradable para despertar mi interés. Ceñido al cuerpo con una tela larga llevaba a un pequeño, no sabía nada de niños y adiviné que aquel apenas contaba con meses de vida. Seguí al igual que el resto de los presentes su interacción con el profesor, este le exigió marcharse, argumentando que no podía presentarse a su clase con una criatura. Ella no titubeó ni un instante mientras le rebatía, usando en su defensa todo el reglamento escolar en el que no se especificaba dicha norma. Malhumorado, el hombre aceptó a regañadientes que no le faltaba razón y le permitió entrar, no sin antes señalarle que, si el niño hacía algo que pudiera distraer su clase, tendría que marcharse. Eso no sucedió.
Por la hora que siguió, me permití contemplarla discretamente, se sentó unos lugares adelante y eso me permitió verla sin que se enterara. No sé decir exactamente qué fue lo que me impactó más. Tal vez sus ojos brillantes o la firmeza con la que enfrentó al profesor, sus palabras precisas o el gesto de su rostro, uno que jamás vi antes o después de ella, además de que en realidad era muy linda. No sé decir lo que fue, pero desde ese momento ocupó un espacio en mi desolada cabeza que nadie pudo quitarle. El niño que la acompañaba durmió por el resto de la clase, acurrucado en su pecho. Sin duda era su hijo, aunque ella no podía ser mayor que yo, incluso era menor por algunos años, demasiado joven para ser madre. Su situación me conmovió de alguna forma y ese sentimiento fue tomando fuerza conforme transcurrió el tiempo. Jamás la volví a ver acompañada del pequeño, en cambio sí la encontré muchas veces sentada en alguna de las bancas dispuestas por los largos pasillos, también en la biblioteca y una que otra vez en la cafetería. La mayoría de las veces estaba sola y leyendo algún libro, pocas veces la vi hablar con alguien, tal vez ninguna.
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Editado: 11.12.2022