Lo primero que sentí fue el frío del suelo y esas pequeñas piedrecillas que se clavan en las rodillas. El reflejo de pasar la mano por mi rostro para quitarme el cabello de la cara fue interrumpido por un doloroso tirón. Cada vez que despierto estoy en una situación diferente ¡maldición! ¿Acaso mi vida sólo se resume en un constante abrir y cerrar de ojos?
Estaba desnuda y congelada. Mis sentidos despertaron para recordarme el dolor de la realidad. Trate de gritar una y otra vez, pero no sabía si realmente emitía algún sonido o sólo estaba arrojando al vacío el calor de mi aliento para morir rígida aquí. Es tan frustrante esta situación. Agité mi cabeza para un lado tratando de quitar el cabello de mi rostro. Entonces quedé privada de terror al ver que un hombre estaba viendo mi cuerpo desnudo.
En medio del pánico, revoloteaba lastimando más mis muñecas hasta que el dolor me hizo parar y pude ver que aquel sujeto también estaba encadenado. El terror y la oscuridad no me habían permitido notar nada más que el esbozo de su rostro. Aunque la oscuridad vestía nuestras figuras, creí notar que también estaba desnudo. No sé que impulso me hizo dirigir en vano mi vista a sus genitales. Seguramente él tampoco podía adivinar más que la silueta de mi cuerpo. El hombre estaba tan asustado como yo y su expresión se mostraba preocupada. Estaba encadenado al muro opuesto al mío. Quizá la habitación tenía tres o cuatro metros de largo. La única diferencia entre ambos era que yo tenía mis piernas libres, al menos podría pararme si lo intentara. Sólo atiné a pensar que me juzgaban tan débil que no valía la pena limitar el movimiento de mis piernas.
Pasaron horas y el hombre seguía tratando de hablarme. Yo negaba con la cabeza y movía la boca tratando de hacerle entender que no lo podía escuchar, pero seguramente él creía que yo estaba en shock o simplemente había perdido el juicio. Cuando ya había perdido las ganas de luchar, lo único que me quedaba era mirar a mi compañero que seguía hablándome y contándome quién sabe que cosas. En ese cajón oscuro seis horas o dos días eran lo mismo. No nos traían comida y salvo la tenue luz que a veces se colaba bajo la puerta, nuestra vista no podía fijarse en nada más que nuestros cuerpos arropados de penumbra.
Para distraer mi mente del dolor que sufrían mis brazos, me imaginaba lo que aquel hombre trataba de decirme. Quise pensar que era un psicólogo porque a mi imaginación se le antojaba creer que tenía rasgos gentiles y comprensivos. A lo mejor tendría treinta años y una familia amorosa. Seguro que su esposa se llamaba Helena y tenían un pícaro niño con el que salían a patinar el fin de semana. O quizá era homosexual y vivía con Cristóbal. Cristóbal estudiaba derecho y, gracias a una amiga en común, se conoció en un bar con Ricardo (ya que no podía saber su nombre, preferí llamarlo como mi hermano). Recién se habían mudado juntos y habían decidido adoptar un perro.
Seguí alucinando sobre este hombre por horas hasta que su mirada perdió consistencia y su charla se interrumpió. Tornó su atención hacia la puerta y lo mismo hice yo. Tras unos instantes la luz bajo la puerta fue invadida por la sombra de un extraño al otro lado. Se abrió la puerta y por unos instantes el destello lastimó mis ojos. Una vez dentro, se cerró la puerta y una llama iluminó el cuarto. La llama salía de la mano de un hombre uniformado. Traté de ver cuál era la fuente, pero no tenía nada entre los dedos. Eso no podía ser cierto ¿Era algún tipo de magia? mi cabeza hubiera perdido el rumbo tratando de darle sentido a la situación, pero la mirada siniestra que me dirigió aquel hombre congeló mi mente y mi cuerpo.
Sentía que llevaba siglos en la oscuridad anhelando un poco de luz, pero, ahora que esa llama me ponía al descubierto ante aquel hombre que miraba con morbo mi desnudez, sólo quería fundirme con mi sombra. Se acercó lentamente, levantó su pie derecho y, si no fuera porque abrí mis piernas, hubiera aplastado mis pantorrillas con sus botas negras. Pasó la lengua por su labio inferior y en un trágico segundo comprendí porque no me habían encadenado de la cintura para abajo como a mi compañero. Aquel hombre me iba a violar.
Estaba empezando a desabrocharse el cinturón con la mano libre cuando Ricardo empezó a sacudirse y a mover los labios. Seguramente profirió insultos o no sé qué clase de improperios, pero el uniformado se volvió hacia él con expresión irritada. La llama de su mano se apagó y quede a ciegas, si es que acaso no bastaba con estar sorda. Pude adivinar que el uniformado se acercó a Ricardo mientras este gritaba o quizá suplicaba por mi vida. Qué irónica contradicción: unos segundos después, me arrepentí de no haber perdido también la vista. Mientras Ricardo gritaba, el uniformado rápidamente puso la palma de la mano en su boca y disparó una ráfaga de fuego que al tiempo que quemaba sus entrañas hacía convulsionar el torso con espasmos violentos.
Aún recuerdo cada segundo en que pataleé y lloré de forma descontrolada mientras me invadía la impotencia y el olor a carne quemada.