*EL LADRONCILLO*
1969,
COL.
La gente pasaba de un lado a otro, silenciando sus conversaciones al verla. Las mujeres bajaban el rostro y los hombres, ni la miraban. ¿Acaso sabían su desdicha y solo se limitaban a brindarle miraditas por encima del hombro, en sentido pésame? Desconocía que era peor. La lastima era un sentimiento, infame. Jamás en su vida, se preparó para esto y aunque, viviéndolo llevaba ya un tiempo considerable, no se acostumbraba. No se acostumbraba a ponerse de manera irracional en un punto en la realidad, que la humillaba. ¡Ellos no lo sabían! Su círculo más cercano, era demasiado fiel a ella. Nunca los traicionarían.
En su pecho, arremolinados, se encontraban sentimientos varios. La ira, encabezaba la lista, seguida de la desolación, la resignación y el orgullo. Llevaba años soportando, ser el pan de cada día, de las demás. Pero no era la verdad, sobre la que hablaban. Eran suposiciones, quemando su alma. Las cayó por un tiempo, al dar a luz a la niña más preciosa sobre la faz de la tierra, sin embargo, parecía que las voces susurrantes, corriendo a través del viento, volvían, torturándola, cruelmente. Ella ya no estaba. Tan solo era un fantasma, dispuesto a hacerla sufrir hasta la locura. Hizo mal, seguro, así fue.
Ella, Bethany Davies, esposa de Meyer Lenz, una mujer reconocida de la alta sociedad, ¡estaba maldita!; le decía y no se callaba. Incluso en sus sueños, estaba presente. Revivía una y otra vez, en la oscuridad de la noche, cada una de sus pérdidas, la sangre y la mirada afligida de su amado esposo. Aun se preguntaba, ¿Por qué a mí?, llorando desconsolada al observar su reflejo, con el paso de los días, más pálido y enfermizo, en el espejo de su alcoba, el único lugar donde disponía de espacio y privacidad. Exclusivamente, cuando su amado esposo se encontraba al tanto de otras tareas y no era participe de su llanto, al menos no, en esos momentos de total descontrol, mostrándose tal cual débil y desdichada era.
Bebió de su té, bajo en azúcar, siguiendo las indicaciones del buen Doctor Schmitt. Según él, debía llevar una vida calmada y una dieta estricta, de manera que su cuerpo se recompusiera y, como consuelo, tuviera una estancia menos deplorable. ¡¿Qué gran consuelo?! Le reprocho aquel día, hace dos años. Tras sentirse con más energía, se había levantado de la cama. Quería verlo y para su sorpresa, estaba en la habitación contigua, charlando con el doctor. Oculta tras la puerta escucho la mayoría de las medidas a tener en cuenta. Las primeras, sin lugar a dudas, las cumplía al pie de la letra, pero la siguiente, ¡necesitaba de esa para escaparse y no desear morir!
Por su puesto, tenía a personas las veinticuatro horas los siete días a la semana, pendientes de que se acatara la orden del Doctor. Con lo golosa que era, le resulto al principio, difícil, tomar todo con moderación, respetar la dieta. En la intimidad, solo su esposo, podía controlarla. Consintió su petición de desobedecer al doctor, aceptando una de las dos medidas, haciendo de la ignorada, más explosiva. Un delicado sonrojo cubrió su rostro y la humedad en sus ojos se hizo presente, al recordar.
Florentina, su criada de confianza y amiga íntima de puertas para adentro, sin amilanarse ante su mal carácter, le recalcaba no caer de nuevo en ese pozo de amargura cada vez más cerca. Una mujer hermosa, valiente, con un gran esposo y la mejor hija que pudo traer al mundo, debía seguir enfrentando su existencia con la cabeza bien alta, sin darle el gusto a nadie, de conocer su sufrimiento. Lo intentaba, manteniendo su agenda ocupada con reuniones sociales y al no ser suficiente, obtuvo total dominio de la casa, sus tareas y trabajadores.
Aunque, ¿de dónde sacar fuerzas para continuar, cuando lo obvio, le suponía una carga no una razón? Una lagrima resbalo precipitándose por su mejilla. Limpio con discreción y bebió de su té tibio. Meyer representaba aquel salvavidas, que en momentos de pasión la sacaba de lo profundo del océano y la llevaba al cielo. Simultáneamente, su perdición, pues no podría darle aquello que debería, y entonces caía de nuevo. Su hija, su amada rosita, al mirar su pequeño rostro, tan angelical, le hinchaba el corazón de gozo, para luego enterrar sus espinas, evocando a aquellos que no pudo cuidar.
Un golpe en su codo, la saco de su ensoñación. Se dedicó a controlar el brusco movimiento, conteniendo el líquido en el platillo y logrando no ensuciar su vestido. Exhalo, corrigiendo la sorpresa en su rostro y la leve curvatura en su espalda. Apretó la mandíbula, preparándose para la reprimenda. Levanto el rostro de rasgos perfectos y rígidos, al causante de su alteración. Inmediatamente, suavizo su mirada. Una sonrisa amable e inevitable, apareció en su rostro, de repente, al ver al pequeño niño sucio, con la cabeza baja.
- Disculpe – decía repetidamente, con sus manos moviéndose bajo la mesa, nervioso – disculpe, Doña – elimino la expresión a medida que baja la tasa a la mesa. No era de ella mostrarse benevolente ante cualquier desconocido, ni en público. Pero, ¿no debería agradecerle, ya que derramar té no era tan doloroso como derramar lágrimas? La distrajo, dándole un motivo diferente al cual dirigir su atención.
- ¿Considera usted, que con una simple disculpa podrá…?
- Yo sé que no, Doña – rio irónicamente, ante el descaro del niño. En parte deseaba dejarlo ir sin inconvenientes. Sin embargo, ¿Qué le impedía hacerlo?
- ¿Cómo es su nombre? – prosiguió, sin distinguir la motivación de su proceder.
- Sebastián – dijo, levantando la cabeza y admirando la belleza de la mujer. La imagen viva de su madre, vino a él. La Doña, se parecía mucho a ella. No en la apariencia, si no en los inquietantes secretos que escondían sus ojos. Sonriente y confianzudo, continuo – mis amigos me llaman…