Lila Fuentes vivía en una casa de techos bajos con poco espacio para moverse. Solo había dos sillas, pero una estaba llena de ropa y en la otra estaba acostado el perro. Mara se preguntó dónde se iba a sentar, pero Lila no la invitó a sentarse. La miraba cruzada de brazos, parada frente al sillón individual, el único que tenían en esa habitación. También había un ropero, una televisión de tubo con antena y una maceta con una planta trepadora.
El silencio recóndito del pueblo las rodeaba, en sus profundidades se escuchaba el viento que subía desde el mar.
Antes de que Mara pudiera decir una palabra, del dormitorio salió un hombre de pelo castaño, largo y enmarañado, con los ojos pegados como si recién se despertara. Tenía un buzo viejo y manchado y unos pantalones azules.
—¿Qué pasa? —preguntó alternando su mirada entre las dos mujeres.
—Perdón… ¿quién es esta persona? —preguntó Mara señalando al hombre con la cabeza.
—Es Javier, es mi pareja —respondió Lila. Después se dirigió a él— No pasa nada, la muchacha es policía y me quiere hacer unas preguntas sobre… sobre Hugo.
La cara del hombre se contrajo, se acercó a Lila y se paró un paso por delante, interponiéndose entre ella y Mara.
—¿Por qué? ¿Qué preguntas?
—Si me permiten hablar...
Lila Fuentes asintió, mirándose las manos entrelazadas sobre su pelvis. Mara seguía parada y nadie la invitaba a sentarse. La casa estaba minada de trampas para ratas. Había por lo menos tres en esa habitación. Trampas para ratas con clavos.
Mara sacó una foto de Ezequiel Neón y la puso frente a ellos. —¿Conocen a este hombre?
—Es el hijo de puta que se hizo rico con nuestras desgracias —bramó Lila.
Entonces se escuchó el ruido de una trampa al cerrarse y unos breves chillidos. Javier estiró los labios en una mueca que parecía una sonrisa y que intentó disimular de inmediato.
—¿Desde cuándo lo conocen? ¿Tu esposo lo conocía? —preguntó Mara.
Las piernas de Lila se sacudían debajo de la pollera azul que le rozaba los tobillos. Hacía un gesto raro con los ojos, un tic nervioso que le deformaba la cara, tenía la cabeza inclinada hacia la derecha, colgando como si su cuello ya no tuviera la voluntad para sostenerla.
—¿Hugo y Ezequiel Neón se conocían? —insistió.
—Le voy a tener que pedir por favor que me acompañe hasta la puerta —dijo repentinamente el treintañero de cara dormida y pelo largo.
Mara mostró los dientes con una sonrisa feroz y acarició suavemente la pistola que colgaba de su cintura.
—De acuerdo —dijo con un repentino entusiasmo, miró alrededor para identificar las trampas con clavos y salió de la casa, saludando a Lila con la mano.
El hombre la siguió y se quedó parado en el hueco de la puerta entreabierta.
—Tengo entendido que el asesino de Hugo lleva cuatro años preso. Ellos están tratando de rehacer su vida. No entiendo los motivos de este interrogatorio —le dijo.
—No es un interrogatorio —respondió Mara —Solo es una charla, apareció nueva evidencia y me mandaron a revisar el caso.
—¿Qué nueva evidencia?
—Bueno, eso no te lo puedo decir, pero todavía tengo algunas preguntas para hacerle a Lila.
—No quiero ser grosero, pero no es un buen momento. Tenemos que ir a buscar a Lucas y Lila tiene que ir a trabajar.
—Recién dijiste que están tratando de rehacer su vida, y veo que eres parte de esa nueva vida, es una suerte, teniendo en cuenta tu complicada… situación laboral. ¿Hace cuánto que estás desocupado?
—¿Y eso que tiene que ver?
—¿Cómo se conocieron con Lila?
—No tengo que responder nada de esto.
—No, pero tu mejor opción es que lo hagas. Si te niegas a responder podría pensar que estás ocultando algo. ¿Se conocieron antes o después de la desaparición de Hugo Argos?
—Usted no tiene derecho a venir a nuestra casa con insinuaciones y amenazas de este tipo. No me importa que sea policía, si no tiene una orden no estamos obligados a dejarla entrar, ni siquiera a tener esta conversación. Buenas tardes.
Trató de cerrar la puerta, pero Mara interpuso su bota. Le dirigió una filosa mirada con el ceño fruncido. Después sonrió.
—Buenas tardes —le dijo y retiró el pie, sin dejar de mirarlo.
Javier le cerró la puerta en la cara. Mara tragó saliva, se acomodó el pelo y buscó el paquete de pastillas en su bolsillo, mientras miraba la madera astillada de la puerta. Eran pastillas de menta fuerte. Volteó hacia el camino de tierra rodeado por arbustos. Respiró hondo para sentir la frescura de la pastilla bajándole por la garganta.
Hugo Argos tenía cuarenta y tres años cuando desapareció. Era el cuarto hijo de un carpintero y de una mujer veinte años más joven, que dedicó su vida al cuidado de la casa, la huerta y los chanchos. Hugo tenía tres hermanas y había nacido en un pueblo con menos de cien habitantes en medio del campo. A los veinte años empezó a trabajar en el matadero de pollos donde se desempeñó el resto de su vida, a los treinta y seis se casó con Lila Fuentes, compraron una pequeña casa en la ciudad y tuvieron un hijo al que llamaron Lucas.
Si quería conocer a Hugo Argos, tenía que hablar con su familia. Sus padres habían muerto y sus hermanas perdieron contacto con él varios años antes de su desaparición. Mara rastreó a Lila Fuentes hasta su nueva residencia: una casa en un balneario que pertenecía a su familia. Sus padres también estaban muertos y había heredado aquella pequeña casa de verano.
Mara decidió visitarla en su día libre. Se levantó temprano, se preparó el desayuno escuchando las noticias, se duchó, se secó el pelo en la cama, se vistió con una camisa blanca y una campera negra, se puso las botas, comprobó el seguro de la pistola y la escondió bajo la campera.
Alquiló un auto por el día, el más barato que consiguió. Demoró casi tres horas en llegar al pueblo. Ya eran cerca de las dos de la tarde y el tenue sol invernal estaba en su esplendor, brillando entre los árboles contra el cielo despejado. Se alejó de la ruta y se adentró en los caminos de tierra flanqueados por árboles altísimos. El aire olía a eucalipto y se escuchaba el mar rumoreando a lo lejos.