Una placa a un lado de la carretera me anunciaba que ya habíamos llegado a nuestro destino. Miré mi maquillaje por el retrovisor y me aseguré de que esos dos hermanos nos seguían persiguiendo. Cada vez que Vlad frenaba el coche en algún semáforo su olor a vampiro se intensificaba.
Como sabía que eran sus amigos no le dije nada. Me hice la tonta y saqué mis polvos de maquillaje para disimular, que yo también les seguía a ellos.
—¿Qué haremos ahora? —preguntó Laia.
—No lo sé. Laia estamos solas.
—Tenemos que salir de aquí. Cuando pare en aquel semáforo de allí sal de coche y vámonos —respondió y creo que nerviosa también.
Creía que lo estaba logrando, Vlad ni me miraba. Digo yo... que en tantos años alguna novia que otra habría tenido, porque no veía para nada raro que me estuviese maquillando en el coche.
—¿Por qué no me cuentas algo sobre ti? —preguntó Vlad, sin desviar la vista de la carretera.
—No sé qué quieres saber de mí, yo solo vine para unos días y te aseguro que ya me quiero volver a mi casa.
—¿Tienes novio? —Inquirió, alzando sus cejas rubias, como si fuese un jovencito de veinte.
Me quedé pensativa antes de responder, hasta que Laia al ver mi incomodidad con esa pregunta me dijo:
—Di que sí, di que sí.
—Laia, sabes que eso es mentira —negué con la cabeza mirando a Vlad.
—No puede ser, eres demasiado bella para estar en soledad —reclamó Vlad, casi al instante.
—Yo no dije eso —me quejé, cruzando los brazos.
—Entonces... ¿Sí tienes novio?
—Y que más te da, eso no es de tu incumbencia —le contesté, fulminándole con la mirada para que dejase de hacer preguntas incomodas.
—Esteben es tu mate, con el tiempo me darás la razón —me aclaró Laia ante todas las dudas que me pudiesen surgir en mi cabeza.
A medida que avanzábamos por el camino hacia la ciudad, el paisaje comenzaba a transformarse gradualmente. Los campos verdes y abiertos que rodeaban el camino se fundían con la silueta de los primeros edificios que aparecían a lo lejos. Era como si el telón de fondo rural comenzara a desvanecerse lentamente para dar paso a la bulliciosa actividad urbana que nos esperaba.
En medio de este paisaje en transición, divisé una figura familiar: una anciana encorvada, rodeada de una nube de gatos callejeros, cada uno de ellos ávidamente devorando el alimento que ella generosamente les ofrecía. Su presencia era como un rayo de luz en medio del paisaje industrial, un recordatorio de la bondad y compasión que aún persistían en un mundo a menudo dominado por el ajetreo y el pragmatismo.
Me conmovió profundamente la escena, que parecía encapsular la esencia misma de la humanidad: el acto desinteresado de cuidar a los más vulnerables entre nosotros, incluso cuando el mundo a nuestro alrededor parecía indiferente o hostil. En ese momento, comprendí que la belleza y la esperanza pueden encontrarse en los lugares más inesperados, si uno está dispuesto a mirar más allá de las apariencias superficiales.
El cambio en el paisaje urbano era evidente a medida que nos acercábamos más a la ciudad. Las amplias carreteras de doble carril se redujeron repentinamente a un solo carril, como si el mundo se estrechara a nuestro alrededor. La sensación de pasar por un embudo era palpable, con los autos reduciendo la velocidad mientras navegábamos a través de este estrecho pasaje urbano.
A lo lejos, divisé algunas cabinas telefónicas, ahora casi olvidadas en la era de los teléfonos inteligentes omnipresentes. Aunque una vez fueron un elemento esencial de la vida cotidiana, ahora se erguían como monumentos silenciosos de una era pasada, recordatorios de un tiempo en el que la comunicación no estaba al alcance de un toque de pantalla.
La vista de esas cabinas telefónicas, solitarias y casi abandonadas, me hizo reflexionar sobre el rápido avance de la tecnología y cómo ha transformado la forma en que nos comunicamos y nos conectamos con el mundo que nos rodea. A pesar de su obsolescencia, estas estructuras aún conservaban un cierto encanto nostálgico, una ventana al pasado que ahora parecía distante y casi irreconocible en el mundo moderno.
La presencia de turistas de diversas nacionalidades llenaba el aire de una energía cosmopolita y animada. Mientras Vlad reducía la velocidad del vehículo, aproveché para bajar la ventanilla y absorber mejor el bullicio multilingüe que llenaba el ambiente. Era como si el mundo entero se hubiera congregado en este lugar, cada voz resonando en su propio idioma único.
Escuché conversaciones en inglés, francés, alemán e indio, y quizás incluso percibí algunos otros idiomas menos familiares. Cada vez que detectaba un nuevo acento o dialecto, mi curiosidad se avivaba, como si cada palabra hablada fuera una ventana a una cultura diferente.
Mientras observaba a los turistas pasar, no podía dejar de notar sus distintivas formas de vestir. Cada uno llevaba consigo una expresión única de su identidad cultural, desde la elegancia sutil de los franceses hasta la practicidad sin pretensiones de los alemanes. Era fascinante ver cómo las tendencias de la moda se entrelazaban y se manifestaban en personas de todo el mundo, creando un mosaico vibrante de estilos y tradiciones.
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Editado: 19.06.2024