Cuando fui testigo del desenlace del juego de béisbol, el cual por cierto duró más de tres horas, la rabia y el arrepentimiento me hicieron llevarme las manos a la cabeza. Aunque desde el quinto inning ya intuía que iba a terminar desplumado y sin la mitad de mi sueldo.
—Pendejo, Aguilar… Es la última vez que escucho sus condenadas predicciones —gruñí con resignación mientras me levantaba de la silla, haciendo crujir los huesos de mis brazos y espalda.
Queriendo olvidar el déficit en mi quincena, me dispuse a terminar mi servicio externo. Así que apagué el televisor donde hasta el último momento, pude ver a los idiotas de las Valkirias de Hrist abrazándose y bailando por su aplastante victoria.
Luego de eso, enfilé rumbo al portón principal que daba entrada al estacionamiento y cerré la reja, sin pasarle seguro, ya que varias patrullas se encontraban aun por fuera. Si cerraba del todo, me tocaría volver a salir para abrirles. Lo bueno era que los oficiales ya conocían ese truco, cuando llegaran, tirarían de la reja y esta se abriría sin mayores inconvenientes.
Yo no era cobarde, pero prefería resguardarme después de determinadas horas. Algo que aprendí después de una sorpresa que tuve un par de años atrás, cuando unos locos pasaron disparando a toda velocidad hacia un punto de patrullaje nocturno donde me encontraba. Ese día recibí un disparo en una pierna y casi matan al compañero que tenía. Como decía papá, un Jiménez precavido era un Jiménez vivo.
—¡Jiménez, atención! —exclamó un hombre alto y fornido, con cabello cortado a máquina. Era el supervisor Cedeño y estaba asomado en recepción.
—Ordene, mi supervisor —repliqué corriendo a pararme firme frente a él.
—Tenemos más de una hora sin recibir información del supervisor Méndez. Lo último que supimos fue que el oficial Wilson intentó comunicarse con la central, pero el intento fracasó, presumimos que gracias a problemas técnicos en los equipos.
—Es verdad mi supervisor. Hace más de una hora que se fueron, y van a ser las diez de la noche —añadí luego de mirar la hora en mi reloj.
—La situación no me agrada, así que me gustaría pedirle que busque su kevlar y arma de reglamento, para que me acompañe a Santa Flor.
—Entendido, mi supervisor —le contesté para luego de romper filas, entrar a toda velocidad a la comisaria, concretamente al parque de armas.
Minutos después y a bordo de un auto patrulla, nos enrumbamos a la zona donde perdimos contacto con nuestros compañeros.
Cedeño conducía particularmente rápido, era obvio que se encontraba preocupado, y la situación no era para menos. Era una ley entre nosotros reportarnos cada cierto tiempo. El mutismo siempre era una mala señal.
En ese instante recordé a Wilson. No era más que un joven oficial de baja jerarquía, y aunque estuviera con viejo lobo como Méndez pues, la verdad era que la calle estaba poblada de riesgos y el mundo lleno de maldad.
Queriendo disipar esos pensamientos saqué del bolsillo de mi chaqueta una caja de cigarros, la cual golpeé suavemente contra la palma de mi mano, para extraer uno. Luego empleando el encendedor que colgaba de la guantera del auto patrulla lo encendí.
—¿Quiere uno, jefe? —pregunté poniendo la caja al alcance del supervisor.
—¡Gracias! —replicó Cedeño extrayendo un cigarro de la cajetilla, el hombre se lo llevó a la boca y lo encendió al tiempo que maniobraba el vehículo con una sola mano.
—Esos dos son como la mala hierba, jefe —añadí dejando escapar un fino torrente de humo por mis labios —. Demasiado testarudos para que les pase algo malo. Van a estar bien.
—¡Seguro que sí! —afirmó él mientras sonreía tenuemente.
Los minutos transcurrieron rápidamente hasta que a bordo de esa patrulla, negra como la noche, llegamos a la entrada de la urbanización Santa Flor. Donde uno de los vigilantes apostados en caseta de vigilancia no tardó en salir a recibirnos. Un breve intercambio de palabras bastó para enterarnos de la dirección que debíamos tomar.
—Por favor amigo, permítanos entrar —le replicó Cedeño amablemente cuando nos dio la información.
Cuando el vigilante abrió las rejas y la patrulla entró, el supervisor sacó su brazo por la ventana y tras despedirse del vigilante la patrulla arrancó.
—Un automóvil abandonado en medio de la vía. —Negué con mi cabeza mientras metía balas en el cilindro de mi revólver—. Espero que esto no se ponga feo. ¿Pido apoyo?
—Al llegar al lugar, veremos qué sucede —susurró el supervisor acelerando.
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Editado: 25.06.2020