Era martes por la mañana, y siempre me despertaba ese olor a café recién tostado y un budare calentándose en la brasa en espera de unas arepas. Era fresco el despertar y la paz que brindaban las mañanas en casa de la abuela eran paraísos existentes en una pequeña porción de la tierra. Recuerdo me bañaba en el patio, nuestra cortina era una sábana blanca detrás y detrás de ella se dibujaba mi silueta. El vecino del frente, tenía la costumbre de pasar por el fondo y tomar su café de cada día. Lo que no esperaba, era ver a la nieta de Stella hecha toda una mujer. Volteo la mirada y veo la abuela (le señalo con los ojos a Edmundo su vecino).
—Vecino—le habló la abuela—, ¿qué hace usted allí parado viendo quien sabe qué cosa?
El vecino esquivó la mirada hacia donde se encontraban los caballos creyendo así disimular su indiscreción al verme. Pasé rápido a mi habitación, allí; me esperaba una taza de leche y la de café que no falta en la mesa venezolana. Esto no es el llano, pero es un pueblo con costumbres de antaño y alguna que otra manía de vivir su tiempo cultivando tubérculos y árboles frutales que se dan en la zona.
Un poco más abajo, a tres cuadras de la finca de la abuela, había una zona llamada “Los Manglares”. Solía ir por las tardes, así como era de variante la vida, así eran los distintos arboles de un fruto mejor conocido como: Mango.
—Mí favorito: la manguita o mango de bocado—. Su dulzura me brindaba el equilibrio de la ausente ternura en la vida. Allí pasaba los atardeceres en soledad, recuerdo que para hacer más acogedor mis ratos, en medio de la naturaleza, construí un columpio con madera y un par de cuerdas. Ya no era una niña, pero rebosaba en mí ser aquel espíritu que no dejaron salir y que en soledad lo despertaba ‹‹era retroceder y saltar la cuerda, bailar bajo la lluvia, silbar imitando el canto de aves; todo, absolutamente todo, era una emoción difícil de explicar››.
Ese día cuando ya casi llegaba la noche, apareció de repente mi madre.
—La abuela de un brinco, se levanta del mueble de la sala y se le acerca:
— ¡No puedo concebir como puedes llegarte hasta mi casa después de aquel bochorno que le has causado a mi hijo!—Fueron las palabras de la abuela Stella.
Ella era una mujer de carácter fuerte y de armas a tomar cuando se lo disponía.
Mi madre, que sabía en lo que había incurrido, no le menciona una palabra más. Salvo…‹‹Solo vine por Úrsula››. Antes de soltarle unas cuantas palabrillas, Stella le tira aquella mirada de víbora con piel recién mudada.
— Úrsula de aquí no sale más y, mucho menos a estar junto a ustedes.
Esas palabras me enchinaron la piel, pero tuve que interrumpir un momento, no quería ser el conejo al que le quitan la piel y solo lo tiran al horno, ‹‹yo importo y valgo como persona››.
— Stella, te amo y, lo sabes mucho más que yo misma. Aunque no me guste la idea de estar con ellos, tengo amistades y vida hecha de aquel lado. Deja que sea yo quien decida, y tú, solo ámame así, sin interés y con elocuencia, ¡abuela mía!
Decidí irme, pero al regresar, mi madre se puso un poco alterada. Comenzó con discusiones con ella misma. Busqué a mi padre por toda la casa, no lo encontré;
— ¿se puede saber qué hiciste con mi padre?
Ella, no me respondió la pregunta. Salí del barrio y subí al centro a la casa de Beth, fui a preguntarle si había escuchado algo en el pueblo, pero ella no supo decirme. Por consiguiente, decidí ir a la casa del diario del pueblo… —mi vecino, ese que lo sabe todo—.
— ¿De casualidad no ha visto a mi padre, vecino? No pude negar que el tono de voz que salía de mí fuera lleno de ironía y sarcasmo… — ¿cómo evitarlo? Si el vecino se lo ganaba solo—.
Él comprendió mi tono, sin embargo su naturaleza no le permitió callarse:
—Al parecer volvió a discutir con tu madre, salió herido en la cabeza, y para colmo, después de hacerle daño; lo echó de la casa, como echar los perros cuando tienen sarna— me dijo—.
Salí, pero se me ocurrió la idea de donde podría estar. Recordé que en sus ratos de distracción, solía ir a casa de un amigo que cría cochino, (de ahí esos olores desagradables de mi padre en ocasiones). Esperé que llegara el amanecer, unos días; tan solo unos cuantos, y ya me hacía falta ese olor a café recién tostado de la casa de la abuela. Me arreglé y tomé una busetica hasta un pueblo llamado “La Botala”, quedaba retirado de donde vivíamos y el acceso a este era más caminando que paso vehicular. Llegué al lugar y…
Efectivamente, ahí estaba. Me le acerqué y con cuidado revisé la herida en su cabeza; no quise saber razones.
— ¡Si tan solo dejases la bebida!… ¡qué bueno fuera todo contigo!
—Mi niña, la verdad de todo esto es que, ya no puedo. “Me he alcoholizado; no tengo remedio”. Esas palabras de papá me hicieron entrar en un estado de lastima, decepción y tristeza. Él solo veía dentro de sí a un hombre lleno de desventajas y con el alma llena de agonía.
En conclusión, no era de mí que dependía su vida, pero si el cuido de ahora en adelante.
Durante toda una semana viajé, hasta ver la herida de papá más recuperada. Luego de ello, ya, en el último día le pedí que regresáramos. La distancia no nos ayudaba. Esa misma tarde, él decae en salud y salí a pedir ayuda para socorrerlo. Estando en el hospitalito del pueblo se acerca mi mejor amiga. Estando ya más estable, salimos y Beth nos acompañó todo el camino a casa. Ordenes de exámenes de laboratorio y una siguiente consulta era lo que nos esperaba en la siguiente semana.