Con sólo veinte minutos de haber iniciado el viaje, Karla avisó a mis padres que debía ir al baño. Agradecí que estuviera con nosotros, ya que por lo menos nos estaba retrasando.
Mi padre se detuvo en la primera estación de combustible que encontró en el camino, esta tenía una tienda de auto servicio a un costado. Karla y mi madre bajaron mientras que mi padre y yo esperamos en la camioneta.
—¿Sigues molesta por el viaje? —preguntó de pronto.
Me giré hacia la ventanilla y ví a mi hermana entrar al sanitario en compañía de mi madre.
—¿De verdad no piensas hablarme? —inquirió mirándome a través del espejo.
—No es por el viaje —le espeté.
—¿Entonces? —preguntó curioso.
—Es por ti —respondí a modo de reproche —por tu engaño, tus mentiras —continué diciendo resentida —dijiste que estaríamos todos juntos en estás vacaciones y que nos divertiríamos mucho, ¡Pero me mentiste!
—De ninguna manera —respondió mi padre divertido —Meghan, sabes bien que nunca miento, mi error en todo esto fue intentar darte la sorpresa de que estaríamos con tu tía, eso fue lo que causó todo este mal entendido.
—¡Y vaya que lo fue! —exclamé irónica.
Las palabras de mi padre sonaban demasiado convincentes. Era verdad que nunca mentía, además, no había nada que pudiera hacer para cambiar la decisión que ya había sido tomada. Lo miré un tanto indecisa hasta cierto punto.
—¿Quieres ir por algo a la tienda? —preguntó en un intento por limar las pocas asperezas que pudieran quedar.
—¡El último en llegar a la tienda paga los helados! —exclamé de pronto mientras que, de un salto, bajaba de la camioneta y escuché a mi padre reír y bajar también.
Mi madre y mi hermana salían de los sanitarios justo cuando papá y yo entrabamos corriendo al establecimiento.
—¿A dónde tan deprisa? —preguntó mi madre esbozando una enorme sonrisa.
—Vengan, vamos por un helado —respondió mi padre motivado.
—¡Si...! ¡Yo quiero helado! —exclamó Karla de pronto.
Ya eran cerca de las once de la mañana cuando retomamos el camino a casa de la tía Teresa; surgió un ligero rayo de esperanza, una pequeña posibilidad se asomaba, así como sin querer, de que esto de la boda y el cambio de planes fuera sólo una pesada broma de mal gusto cuando desconocí el camino que con frecuencia tomabamos para ir a casa de mi tía. Tecate no era un lugar que ofreciera gran cosa a sus habitantes, mucho menos a los turistas y ni que decir de dónde se ubicaba la vieja casa, justo en medio de la nada, por la antigua carretera a Ensenada. Lo único atractivo era la piscina. Pero estábamos viajando en dirección contraria a su domicilio más bien parecía que pasaríamos un día en la playa.
Hacía tiempo que no visitabamos a mi tía, apenas podía recordar la última vez que estuve en su casa. Reconocí los límites de Tijuana y Rosarito, además del ligero cambio de clima. Todo parecía indicar que pasaríamos el fin de semana en la playa. En Rosarito el calor seguía siendo el mismo que en Tijuana, la única diferencia era la fresca brisa marítima que, mermaba ligeramente la sensación térmica.
A través de la ventana pude ver los verdes pastizales que inundaban el paisaje de un hermoso verde brillante. De tanto en tanto, una casa lograba resaltar en la distancia y de pronto... Apareció a lo lejos la isla Coronado ubicada en el océano pacífico, misma que se logra apreciar desde la carretera.
Gradualmente las preciosas y enormes residencias fueron apareciendo conforme el panorama rural se quedaba atrás, hermosoas casas de dos y hasta tres pisos se alzaban decorando el paisaje con tejados en su mayoría de color bermellón. Sus jardines rimbombantes y deslumbrantes terrazas, balcones enormes con una vista increíble al mar.
De a poco aparecieron los fraccionamientos residenciales, con sus blancos brillantes en las fachadas de cada vivienda, le daban un toque de monotonía (nada que se me antojara plasmar en una hoja de papel).
Conforme nos adentrabamos en el municipio, el lugar se volvía más y más turístico. Los hoteles tan elegantes, así como las plazas y los restaurantes y no se digan los puestos ambulantes de mariscos y curiosidades.
—¿Falta mucho? —se me ocurrió preguntar a mi padre, con el medio día casi sobre nosotros.
—Poco —respondió él mirando por el retrovisor.
Justo en eso, giramos hacía la derecha y entramos a lo que parecía una especie de fraccionamiento, en la puerta, un guardia custodiaba la entrada, justo arriba había un letrero de madera, como de un tablón, con letras talladas que decían: "Quintas del mar".
—¡Al #203, oficial...! —exclamó mi padre por la ventanilla para que el guardia nos permitiera pasar.
—Necesitaré su registro y una identificación vigente, por favor —ordenó el guardia parado a lado de la puerta.
Mi padre extrajo de su billetera su credencial y se la entregó al hombre; el típico guardia obeso, de bigote amplio, ceja poblada, casi parecido al cantante Lalo Mora.
Mientras mi padre anotaba los datos requeridos en el formato, el oficial entró en la caseta de vigilancia y al cabo de unos segundos, volvió con la identificación y un gaffete de color amarillo que decía: "VISITANTE".
Al final de la calle se podía ver con claridad la playa y a un costado, oculta entre las viviendas, parecía esconderse la isla, que de vez en cuando, en algún pequeño espacio, aparecía de imprevisto para luego perderse de nuevo detrás de alguna casa mas grande.
Lo admito, estaba completamente sorprendida, no tenia idea de que mi padre hubiera alquilado una casa a la orilla del mar para pasar las vacaciones. Volví a poner mi atención en el exterior mientras seguíamos avanzando recto por la calle principal, tres calles adelante, giramos hacía la izquierda y en la siguiente giramos de nuevo a la derecha hasta llegar al final, dónde el melodioso sonido de las olas y la fresca brisa, parecían darnos la bienvenida.
Unos troncos enormes, unidos por una gruesa soga servían como barandilla para los escalones de piedra que facilitaban el acceso a la playa. Miré el reloj, increíblemente marcaba las doce con cinco minutos.
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Editado: 08.12.2022