Hay veces en las que las personas al nacer vienen tocadas con ese don o maldición de ser diferentes. Quizá por coincidencia, casualidad o genética. Es algo que no pides, pero que esta ahí quieras o no y te condena el resto de tu vida. Supongo que todos los factores en mi vida me llevaron a ser así.
Llegué al mundo un día antes de San Valentin como una especie de coincidencia cruel del destino. Había sido el cuarto intento de fertilización in vitro que mis madres habían hecho.
Llevaban un par de años juntas, tratando de que cualquiera de las dos tuviese aquel ansiado retoño. Hasta que Hanna, mi madre biológica logró quedarse encinta. Antes de mi, habían perdido ya a otros tres, por lo que fui casi un milagro.
Nací por medio de uno de esos novedosos partos en el agua, en los que se supone el bebé tiene su tiempo para irse adecuando a la nueva situación con más tranquilidad. Aunque sinceramente no es algo de lo que pueda contarles, dado que no tengo recuerdo alguno de ello.
Desde que tengo memoria había sido más delicado que el resto de los niños o como comúnmente se dice "afeminado". Sentía algo dentro de mi que me decía que algo no estaba bien. Ese no era mi cuerpo, yo no era un chico, yo era una chica.