Adara rugía de la rabia, nunca en su vida había sido herida de tal forma por un simple ángel, la sangre salía a borbotones de la herida, volteó a mirarlos resoplando, el aliento se materializaba en su boca mientras respiraba agitada, entonces vio de pronto como otro ángel bajaba y se llevaba a Alexander, su corazón se aceleró pues pensó que la otra había venido para acabarla, en cambio, solo se limitó a llevárselo y desaparecer.
Unos minutos más tarde apareció la ambulancia y también se llevaron a la humana, Adara no podía levantarse, se dio la vuelta quedando de espaldas contra la nieve, y, profiriendo alaridos e improperios, se sacó la lanza sagrada que tenía clavada en el cuerpo.
—¡Ese maldito! me las va a pagar —exclamó mientras esperaba a que sus heridas sanaran. Se alegró de que la lanza no se hubiera clavado más arriba, o estaría muerta.
Impaciente observó cómo la policía recogía el cuerpo del humano que ella había disfrutado momentos atrás, todavía podía sentir el sabor del humano en su paladar, aunque era a través de los colmillos en sus alas que se alimentaba, las almas humanas se saboreaban en todos los sentidos, pensarlo le hacía querer comerse a uno de los policías, pero sopesó la idea porque había demasiada gente en el lugar.
Cuando sus heridas se curaron lo suficiente como para poder volar, se puso en pie y alzó el vuelo, uno de los humanos que se encontraba demasiado cerca de ella sintió de la nada un gran viento que lo echó hacia atrás, miró a todos lados, pero no vio nada, sin embargo, la sensación permaneció allí.
Adara voló lo más rápido que pudo hasta el lugar donde el infierno con la tierra se juntaba, ingresó al escabroso y mórbido terreno; para ella era un lugar familiar, pues había vivido ahí toda su vida, mientras descendía iba pensando en una excusa para su señor Baastian, ¿cómo le iba a explicar que un simple ángel casi la mata?, entre más bajaba, el calor se intensificaba, hasta que llegó a la entrada de los profundos infiernos.
El lugar era frio, a diferencia de lo que muchos hubieran pensado, el hogar de Baastian, el señor de los demonios, rey de los profundos infiernos, y segundo hermano de Zephyr; no era ardiente ni lleno de fuego.
Los profundos infiernos estaban atestados de vampiros, o demonios, cualquier termino aplicado hubiera sido el mismo, y al igual que la comunidad de ángeles; la comunidad de demonios también era jerárquica.
Entre ellos, los vamptheria, que solo eran mujeres; eran las guerreras más fuertes, a esta clase pertenecía Adara. La otra clase; la inferior, era la vampthinae, conformada por hombres.
Y de todos, el rey era Baastian.
Adara voló hasta llegar a Zeelagon, el castillo del rey de los demonios, negro como la noche, adornado con columnas como picos afilados, y por dentro, un tono rojo sangre pintaba algunas paredes, dándole todo el aspecto de un castillo infernal.
—Mi señor —dijo ella cuando llegó ante Baastian, este se encontraba de espaldas a la vamptheria, pero se volteó inmediatamente al escuchar su nombre. Adara no se cansaba de admirar al rey de los demonios, el hombre era alto y fornido, una enorme y tupida barba negra le cubría gran parte del rostro, al igual que el cabello le caía hasta los hombros, su armadura, negra como la noche le cubría el cuerpo y unos ojos rojos brillantes la fulminaban con la mirada. El rey no dijo nada y se acercó hasta ella, Adara se encontraba de rodillas, Baastian la tomo delicadamente del mentón y la levantó, la observó en silencio detallando cada herida, cada rasguño, evaluando minuciosamente cada detalle en ella.
Entonces, súbitamente le dio una cachetada con toda la fuerza de su mano, mandándola a volar al otro lado de la sala.
—¡Estúpida! —le gritó—, ¿¡cómo pudiste dejar que uno de esos lame botas de Zephyr te hiciera eso!?
Adara quedó completamente aturdida por el golpetazo que acababa de recibir, la sangre de nuevo le brotaba, esta vez por la boca, respiró pesadamente dándole una mirada de rabia, pero la compuso rápidamente, se puso en pie de nuevo y se volvió a acercar a Baastian, al llegar a sus pies se postró ante él cubriendo los pies del rey con sus alas, en posición sumisa, pidiendo perdón.
—Lo lamento, mi señor, fue un descuido —se excusó.
—Por supuesto que fue un descuido, pero de mi parte, por haberte enviado —cortó él de forma tajante.
—Le juro que no se va a volver a repetir —volvió a suplicar ella.
—Por supuesto que no, no necesito vamptherias débiles —dijo mientras sacaba su colmillo sangrante de la funda.
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Editado: 04.05.2019