¿Han probado el arroz chaufa en una lata de atún? Es una delicia. Apenas terminé mi plato levanté la cabeza, aún tenía restos de arroz en el hocico. Ya tenía un nuevo plan de venganza y la idea de su concepción hizo que la comida fuera más deliciosa. El primer plan no salió como lo esperaba, parcialmente fue mi culpa. Pero estaba segura que este nuevo plan iba a salir a la perfección.
Queso. Queso. Queso. Era lo único que esos roedores pensaban y lo repetían varias veces. El escuchar esa palabra unas veinte veces al día causó que una campanita sonara dentro de mi cabeza. Por suerte uno de nuestros vecinos odiaba a los ratones y tenía suficiente dinero para comprar queso, veneno y trampas para ratones.
Suerte para mí, no para ellos.
El enorme trozo de queso (enorme para ellas. En mi caso apenas cubría mi pata) pasó de pata en pata hasta entrar a mi círculo de menos de un metro de radio. Era un trozo irregular de queso blanco, parecía una roca blanca, con varios puntos negros que definitivamente no eran pimienta.
Como demostración visual pasé el trozo de queso por mi boca e hice como si lo comiera. Unos segundos después comencé a toser de forma descontrolada, agarré mi cuello, tratando de hacer que el veneno imaginario no entré a mi sistema. Pero ya era demasiado tarde. Estaba envenenando mi sangre. Me dejé caer en el suelo, con las patas levantadas y los ojos desorbitados. Como toque final saqué la lengua.
Todos los ratones aplaudieron ante mi espectáculo teatral. Todos menos Pascal, quien todavía seguía escéptico ante mi plan.
Traté de acariciarlo con mis patas, pero este se alejó apenas me acerqué a él. Tal vez sea porque, instintivamente, había sacado mis garras. Si esas bellezas tocaban la cabecita de Pascal le desgarrarían la piel con suma facilidad. Pascal estaría muerto, con el cerebro expuesto. Al parecer mis instintos felinos no están conscientes que Pascal no es ninguna amenaza.
Eso tiene mucho que ver con la forma en la que nos conocimos. Llegué a la casa de quien sería el protagonista de mis obsesiones por las próximas semanas (meses en años gato), pero tenía otras cosas que hacer primero, como evitar morirme de hambre. Sin mi ama, ni ese tazón de leche, ni esas dos latas de atún al día perdí mucho peso en la primera semana como gata callejera. Mi bella y redondeada figura se fue convirtiendo en lo que parecía un trozo de carne amarrado a una cuerda. Era delgada mas no atlética.
Pasaban días enteros en los que no probaba bocado. Tenía tanta hambre.
A lo mejor es una alucinación por el hambre, pero vi un poco de humo salir de un arbusto. Me acerqué con el sigilo propio de los gatos y lo que vi me hizo preguntarme: ¿Acaso me estoy volviendo loca? Un ratoncito estaba parado en lo que parecía ser una fogata en miniatura. A su lado había unas hojas apiladas. Echaba una o dos a la fogata para avivar el fuego.
Esta debe ser una de las obras más impresionantes de la naturaleza. No me importaba. Yo solo pensaba en una cosa: comida. Me lamí la pata y apagué la fogata. El ratón se quedó quieto viendo como mi sombra lo cubría por completo.
Antes de que pudiera atacar a mi presa sentí un mordisco en la cola. Otro ratón había osado morder mi cola. La mordió de nuevo, esta vez con más fuerza. Maullé de dolor. Me tambaleé y caí al suelo. Para el pequeño ratón debió ser como si un humano viera una estatua gigante de un dios griego caer porque se le habían juntado los pasadores de sus zapatos.