Capítulo 1
Contexto histórico de la emigración al exilio
El Salvador históricamente ha sido un país muy violentado y sometido por parte de quienes han ejercido el poder, guiados estos por una visión opresora, limitada y egoísta. Las políticas de Estado han ejercido prácticas de exclusión y marginación dirigidas a la población más vulnerable, como es la clase campesina; la cual es y seguirá siendo el pilar de la agricultura y sostenibilidad del país. Durante décadas, los sectores más vulnerables no fueron tomados en cuenta, en algunos momentos históricos han sido sometidos a la merced de grupos de poder, haciendo uso de cualquier mecanismo: violencia sistemática, marginación y la violación a los derechos humanos.
En décadas anteriores a los años setenta y ochenta, la población campesina vivía bajo una resignación y conformismo sobre sus condiciones de vida. La zona norte de Morazán no era la excepción. A nuestros abuelos les infundieron que en este país de letras no se vivía; desde temprana edad los educaban con estos conceptos y así de una generación a otra se heredaba este estilo de vida. Las mujeres eran educadas para ser buenas amas de casa, esposas y prepararse para tener los hijos que «Dios les diera», pues los métodos de planificación y educación familiar estaban lejos de la familia, al igual que los programas de vacunación. No era extraño escuchar que las mujeres morían en trabajo de parto, es decir, las muertes materno-infantil eran muy comunes, la violencia y el machismo estaban muy marcados y naturalizados en las familias campesinas.
Escuelas no existían cerca y, si las había, no todos tenían la posibilidad de estudiar por la extrema pobreza a la que estaban sometidos. Las políticas de gobierno no llegaban a estos lugares remotos, excepto las urnas de votación que acercaban cuando se elegía a los gobernantes. En un primer momento, solo los hombres tenían derecho de ejercer el voto, de antemano la población sabía qué partido sería el «ganador», ya fuera para elecciones municipales, legislativas o presidenciales.
Con todas estas desigualdades sociales, algunos sectores se dieron cuenta de esta situación y pensaban que la población debía despertar, que la injusticia no se la merece ningún país, ni mucho menos El Salvador. Personas de la comunidad comentaban que empezaron a formarse grupos también de la clase obrera —sindicatos. La Iglesia, a través de las Comunidades Eclesiales de Base (CEBs) en El Salvador, jugó un rol importante acompañada por la Teología de la Liberación, filosofía cristiana que ofrece un enfoque no solo espiritual, sino social, y que pregona que los pecados sociales son aquellas injusticias, inequidades y desigualdades que ponen en zozobra la vida humana.
Desde ahí, los políticos de turno del Estado, en los años setenta y ochenta sentían que esto era grave para El Salvador, que a la población campesina la vieran en manifestaciones de protestas y, por lo tanto, tenía que actuar de inmediato con medidas drásticas como la represión, masacres si fuera necesario. Lo peor era que el Estado salvadoreño contaba con el apoyo económico y bélico de países como los Estados Unidos, y otros lugares del mundo afines a la ideología política de este momento, para perseguir a todo simpatizante, participante o familiar que estuviera «involucrado» o por el simple hecho de ser pariente, por lo que todos éramos sujetos de persecución.
Fue así como comenzó la búsqueda de campesinos y más aún si tenían vínculos cristianos, como catequistas y sacerdotes, un ejemplo de ello fue el martirio de los padres Rutilio Grande, Octavio Ortiz, monseñor Oscar Arnulfo Romero, entre otros muy conocidos por los salvadoreños.
Empezaron desapariciones y torturas, la población estaba perdiendo el miedo. Escuchaban la radio, donde salían las homilías con mensajes de esperanza de monseñor Romero. Estos mensajes también eran de críticas a los grupos de poder, armados y políticos que consideraban que la represión y violaciones de los derechos humanos era la solución a los problemas sociales sentidos por la población de esta época. Estas acciones fueron decisivas, le costó la vida a nuestro pastor, mártir y profeta de nuestro tiempo, monseñor Romero, cuya muerte fue comandada por el poder político, económico y militar de turno.
Con todo esto empiezan los cateos y allanamientos por la Guardia Nacional y militares en los caseríos de los campesinos, asesinándolos, quemándoles los sembrados, cultivos y hasta las chozas humildes. El pueblo campesino y obrero se preparaba para algo que la mayoría no queríamos y menos aún los niños. El inicio de una guerra civil que duró doce años.
El año 80 es decisivo, se declara la guerra en el mismo año del martirio de monseñor Romero. Para entonces andaba en el vientre de mi madre, meses después nací en casa, con grandes dificultades, para este tiempo ya no era fácil salir e ir en búsqueda de una partera. Había que andar con cuidado por los bombardeos. A las casas las incendiaban, algunas veces dormimos en cuevas o en el monte. Mi lugar de origen era El Volcancillo de Jocoaitique, Morazán. Este lugar estaba «quemado», significaba que la Fuerza Armada salvadoreña y la Guardia Nacional nos tenían en la mira, porque muchos andaban organizados en la guerrilla. Por lo tanto, no importaban las familias, los niños, quien fuera. Una vez confirmado que algún familiar, papá o hermano pertenecía a estos grupos, todos éramos objeto de muerte.
Cuentan nuestros familiares que, para octubre del año 80, hubo intensos cateos, muchos se refugiaron en el pueblo de Meanguera, Jocoaitique y la Villa del Rosario. Las alcaldías estaban secuestradas por miembros de la Fuerza Armada y la Guardia Nacional, el que era encontrado, con el nombre correcto en las listas que andaban y confirmaban que estaban involucrados con la guerrilla, era sacado delante de las demás personas, ya fueran hombres, mujeres, jóvenes o adultos mayores.