Los cerros se incendian, también los bosques de la sabana. No es algo nuevo para mí el hecho de que el mundo está jodido. ¿Cuántas veces ha sido advertido? El tiempo que queda es cada vez más corto.
A pesar de la gravedad del asunto, a pesar de que estamos hablando de la posible y muy probable extinción de la raza humana (junto con otras múltiples especies de seres vivos), todo el mundo actúa como si nada ocurriera. Los grandes empresarios siguen pensando en dinero, la guerra sigue siendo el negocio más rentable, la muerte nos respira en la nuca, desayunamos egoísmo, oportunismo, envidia, y nos acostamos con prejuicios absurdos, sin la menor pizca de humanidad.
No se me ocurre ahora mayor absurdez que seguir la rutina del trabajador mundano. ¿De qué nos sirven las cuarenta y pico horas laborales si el agua escasea a una velocidad nunca antes vista? ¿Por qué correr entre el tumulto, el humo, la prisa, para llegar a una clase confinada a cuatro paredes frías, a un pupitre duro, si lo que me interesa está ocurriendo en las calles? Jamás sentí a la academia tan alejada de la realidad como en este momento.
Es, quizás, el periodo de la historia, de la humanidad, en el que las acciones inmediatas son más importantes que cualquier otra cosa. Me siento abrumada ante tantos planes a largo plazo, ante la exigencia de visualizar mi futuro. ¿Qué futuro queda? ¿Habrá algo allí afuera para mí? Miro hacia adelante y veo un caos impresionante acechando. Miro a ambos lados y solo percibo quietud, pasividad. Quizás lo que más agobia es el sentimiento de, realmente, no tener muchas armas.
Aquellos que más daño causan están escondidos en sus fortalezas de oro, construidas sobre calaveras. Se adueñaron del mundo, de nuestros sueños, y nadie parece indignado por ello. Seguimos como borreguitos preocupados por cuestiones tan banales.
No hay nada más placentero y delicioso que vivir, disfrutar del tiempo lento, respirar la brisa fría, observar tras una ventana, ver el ocaso, tomar una mano, abrazar un pecho y acariciar un pelaje. Todo ello se está esfumando. Nos embobaron con la pantalla grande y perdimos de vista las pequeñas perlas que nos regala cada tanto la vida.
Hoy observo aquellos cerros y siento que una parte de mi corazón se quema con ellos. Hoy observo aquellos cerros y mi enojo enardece con ellos. Los observo y me siento pequeñita, casi inexistente, débil y frágil.
Hoy guardo mis alas en una botellita, esperando el día en el que pueda despegar con ellas y transformarme…