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Capítulo 12: Baile de Máscaras.

Calhelia

Dormir en un lugar diferente al habituado siempre me ha resultado difícil. De hecho, a los doce años cuando solía viajar a menudo fuera de Edmonton -el Estado al que pertenece Prado Alto- para tomarme largos periodos sabáticos de mis responsabilidades familiares también me costaba conciliar el sueño en los Hoteles que frecuentaba. Fue una época bastante solitaria y confusa, estuve tres años estudiando en diferentes secundarias, fingiendo falso interés por las personas a mí alrededor, ignorando la existencia de mis padres y hermano mayor incrementando la distancia entre nosotros. Los únicos en los que podía confiar eran mis guardaespaldas y eso porque mis padres le pagaban lo suficiente para hacerme sentir segura sin privarme de mis libertades.

Luego quise regresar a Prado Alto a cursar mis dos últimos años de preparatoria en Daymond Parks junto a mis verdaderos amigos. Para darme cuenta de lo que realmente extrañaba: la rutina y el sentimiento de pertenencia. Suelo pensarlo en momentos como este, mientras doy vueltas en la cama idealizando cuales acciones me permitirán conocer el futuro que le dará sentido a este bucle en el que yo misma me he confinado.

Así transcurre la madrugada hasta que  los primeros rayos solares se van colando por la ventana anunciando a mi cerebro que ha perdido la oportunidad de descansar, el día llega una vez más pero la noche de mi interior se sigue extendiendo como una enfermedad silenciosa. Cuantos mayores intentos hago de “estar bien”, las cosas se tornan en mi contra dejándome a merced de la única persona que no puedo soportar en la soledad, es decir, a mí misma.

Me levanto a lavar mi rostro, también me dedico a cepillarme el cabello enredado por haberme dormido sin secarlo adecuadamente. Aplico maquillaje a los rezagos del incremento de ansiedad que tuve ayer, disimulado las ojeras enmarcando mis ojos. Doy razón a la frase de que las miradas reflejan por completo el cansancio que pueden estar sintiendo las almas. Me pongo ropa sencilla a base de jeans y una camiseta gris que deja descubierto una parte de mi abdomen. Por último, arreglo la habitación que me asignó Naguell dejándola exactamente igual como la encontré, la cama tendida sin arrugas, las jaboneras de la regadera limpias de residuos y las baldosas secas. Un invitado considerado es mejor que uno descuidado, eso me han inculcado.

Desciendo a la sala principal encontrando el acostumbrado silencio de un hogar deshabitado. Reviso mi celular consultando la hora y si había noticias de su propietario, partes de mis preocupaciones incluyen los riesgos que corre su bienestar. Incluso revisé los reportes de la web local en el apartado de pacientes recién ingresados a hospitales que necesiten donaciones sanguíneas por sí figuraba el nombre de Naguell Callwer en el listado, por suerte no lo leí entre los postulantes.

Realmente me gustaría llamar a su teléfono pero no sé su situación actual y si sea adecuado hacerlo, no puedo permitir que lo asocien conmigo por una inesperada llamada. Lo pondría directamente bajo el foco de quienes están tratando de perjudicarme. Me quedo a mitad de la ambivalencia de qué podría hacer mientras espero su llegada, rogando encarecidamente que se encuentre sano y salvo.

El crujido de un cristal rompiéndose me distrae, un estante mediano de la pared principal ha cedido sus clavijas dejando caer al suelo una decoración de vidrio grueso. Busco los utensilios para recoger los trozos rotos del suelo, al observar detalladamente descubro que se trata de un cenicero rectangular, tenía manchas opacas en la porción central donde debieron dejar las colillas de cigarrillos a medio encender.

Me pregunto si algún familiar de Naguell tenía el hábito de fumar regularmente. Escudriño las fotografías ocupando la pared, un orden cronológico se distingue resaltando a una mujer castaña de dulcificados ojos azules como la protagonista, primero aparece exhibiendo su vientre abultado, así fueron repitiéndose las fotos hasta el final de su embarazo. En el que aparecía un retrato central de ella acompañada de un hombre de facciones perfiladas, cabello negro y ojos marrones comunes. Ambos sostenían sonrientes a un bebé dormido, se notaba el orgullo que sentían en sus expresiones.

El siguiente conjunto de fotos estaba protagonizado por el bebé que fue convirtiéndose en un niño travieso de largo cabello negro y ojos azules iguales a los de su madre. Aparecía corriendo en el jardín delantero, la diferencia de condiciones en comparación a la realidad es bastante notoria, las flores crecían libremente en sus macetas, el césped estaba perfectamente podado y la casa reflejaba hospitalidad en vez de abandono.

Es curioso como a través de imágenes podemos indagar la arquitectura de una infancia terminada. Los padres de Naguell se encargaron de capturar muchos aspectos de su vida cotidiana, paseos por parques, atardeceres leyendo libros en un columpio, y mi favorita, Padre e hijo tocando juntos el piano de la sala. La foto fue tomada por su madre empleando la cámara frontal, quien salía sonriendo formando un corazón con sus manos.

Parecían ser una familia unida de las que se apoya mutuamente aunque la ausencia de los padres en el presente no me permite concretar mi opinión. Puede que la relación se fracturara con el pasar de los años o los adultos se centraran en sus trabajos dejando a su hijo cuidarse así mismo, una historia común que suele repetirse sin importar la época. Existen muchas posibilidades y una única verdad, la cuestión radica en cómo acceder a ella sin transgredir la privacidad.




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