El monarca de Othom se encontraba sentado en su trono de marfil tallado, completamente rígido y con expresión contemplativa. Sus hermosos ojos purpura brillaban con furia helada y contenida digna de un ser poderoso y meticuloso.
En aquel momento, se encontraba esperando. Nadie, absolutamente nadie, hacia esperar a un miembro de la realeza, mucho menos al mismísimo rey.
Rey Varek, Tres Veces Vencedor y Único Emperador de todo Azthern no tenía paciencia con los impuntuales y deseo poder ensartar su espada labrada especialmente para él en la cabeza del embajador de Orsun.
Él –incluido todo el reino-, sabia de la disputa de Orsun, en las Islas Wreed, más allá del Océano Negro. Esa batalla en donde habían peleado su padre Lucien y el Rey Rosbarth hacía mucho tiempo atrás. Sabia, también, aunque al pueblo le gustase actuar como si esa masacre nunca hubiese ocurrido, en la época donde no había orden y alguien que guiara al pueblo, Orsun y Othom habían tenido un enfrentamiento enorme. Eso había sido cuando el padre de Varek, Lucien, había llevado a la guerra definitiva a la nación y había triunfado haciendo que firmaran un débil acuerdo de paz que había perdurado hasta sus propios días. Varek no estaba dispuesto a que se desmoronara tan fácil el legado de su padre así que accedió a una reunión con un embajador –impuntual- y zanjar cualquier asunto que no tuviera que relacionar guerra y destrucción con su nación.
Era duro, sí. Era implacable también, pero él no buscaba guerra ni mucho menos. Deseaba ser el rey que su padre nunca pudo ser y además, gobernar su pueblo con justicia.
¿Era mucho pedir?
Su mano descansaba en la empuñadura de la espada que exhibía una serpiente de oro y brillo ante la luz gris que se colaba por las cortinas. En su mano se encontraba un pequeño anillo de obsidiana que aprecia tragar la luz, regalo de su padre de generación en generación de uso únicamente para la nobleza.
Quizá, admitió con una sonrisa, su hija también o llevaría algún día. Sería mejor que él y su padre juntos. Una reina bondadosa, amable. Fuerte. Valiente.
Levanto la mirada de su mano cerrada y pálida a la blanca e inmaculada habitación. Aquel espacio se sumió en un silencio pesado, mientras él seguía esperando. A todo se reducía eso: a esperar. ¿El qué? No sabía exactamente. Quizá algún mensaje.
Hubo un momento a otro en el que la puerta blanca resonó un único golpe, prolongado por el silencio. Varek, con un gesto de la barbilla, indicó a su subordinado que dejara pasar a la persona detrás.
-Señor –hablo un joven guardia con armadura plateada completamente pulida y de apariencia hermosa--, ha llegado. ¿Le hago pasar?
Varek asintió, tratando de mostrarse impasible.
Silencio, de nuevo pesado y rígido, lleno de tensión.
La puerta se abrió y entró primero un pie, después una pierna y luego se dejó ver el cuerpo completo. El embajador estaba envuelto en una capa negra de piel que, a pesar de lo abrigadora que parecía, no emitía sonido alguno. Sus pasos tampoco resonaron su cabello negro, largo y grasiento le ocultaba gran parte de la cara, haciéndole parecer una sombra sin sonido. Varek se sintió incomodo nada mas de vero, ofrecía un aspecto antisocial y demacrado. No le apeteció darle los buenos días.
Lo escrutó en silencio.
El desconocido no lo saludó tampoco, simplemente miraba las puntas de sus botas de cuero gastadas y Varek, haciendo acopio de toda su paciencia, espero.
Nuevamente.
-Varek –pronunció las palabras bajito, llenas de algo que el rey no supo identificar-. Rey Varek, Tres Veces Vencedor y Dueño y Señor de todo Othom... mi nombre es Hegel, vengo de más allá del Océano Negro con una carta especial para usted.
Y, levantando la cabeza lentamente, se dejaron ver aquellos ojos negros y brillantes de un toque burlón. Su boca era una simple línea inexistente, donde deberían haber ido sus labios. Su rostro estaba curtido y lleno de cicatrices y de momento, parecía realmente peligroso.
Hegel en sí, daba a entender una amenaza silenciosa, una promesa de sangre que hacía a Varek querer encerrarlo en las mazmorras y no querer verlo jamás.
-¿Qué carta? -inquirió el monarca.
Los labios del desconocido se curvearon ligeramente, en ellos bailando una sonrisa mortal. ¿Qué se creía aquel Hegel viniendo y mostrando tales modales ante un rey?
Metió la mano en algún bolsillo oculto en la capa y sacó la carta escarlata con el sello imperial de Orsun brillando tenuemente ante la luz grisácea.
Uno de los guardas que aguardaban silenciosamente en los rincones apartados se aproximó a él y tomó el sobre. Dándole la espalda a Hegel, se aproximó a su rey y con una reverencia se la tendió para que la tomara.
Varek quito el sello con impaciencia y una caligrafía curvilínea y elegante lo esperaba en el pergamino.
Lo que había allí escrito e quito la respiración por completo y con una sacudida, lanzo el sobre lejos de él.
En aquella carta, con una educación impecable, pedían la mano de su hija –obligatoriamente- si no, abrirían fuego en cualquier momento después del solsticio de invierno.
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Editado: 27.06.2019