III – LAS VESTALES
Las mismas vecinas murmuradoras que se deleitaban con la infertilidad de Alba, secretamente también le tenían envidia. Mi abuelo Renato, de joven, fue uno de los campesinos más apuestos del pueblo. Alto, espalda ancha, barbudo, voz de hombre malo… Las vecinas hacían apuestas sobre quién se acostaría con él primero. Y justo por eso, Alba disfrutaba al abrazarlo frente a ellas.
Al atardecer, cuando mi abuelo Renato volvía cansado de arar la tierra, debía cruzar un puente de piedra. Y curiosamente, justo a esa hora, estaban las vecinas bañándose desnudas en el río helado. Ellas le sonreían, le guiñaban el ojo y le prometían que ellas sí amamantarían al descendiente que él anhelaba.
Y, cuando al día siguiente Alba las increpó roja de furia, ellas lo negaron todo. Como cobardes expertas, tiraban la piedra y luego escondían la mano.
Pero mi abuelo sabía que, al llegar a casa, su esposa lo abrazaría por detrás y le acariciaría el abdomen. Y él le besaría el cuello y le hablaría al oído. Y juntos beberían de la intimidad que solo una pareja que ha añejado su amor durante años puede saborear.
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Con el tiempo, mis abuelos llegaron a acostumbrarse al silencio dentro de la casa, a almorzar con el mismo silencio de un cementerio, a que sus vecinos hipócritas los consolaran. Pero Renato y Alba olvidaban que vivían en la ciudad de la benévola diosa Vesta, y allí, los milagros ocurrían. A cambio de sacrificios.
Todos los domingos, mis abuelos asistían al templo de Vesta donde, de rodillas, le pedían a la diosa que les concediese un descendiente. Por un momento pensaron en adoptar a un niño de orfanato. Pero, pasados tres años de oración y velas encendidas, sus plegarias fueron escuchadas: el vientre de Alba comenzó a sentir una nueva vida moverse dentro de ella. Ella sonreía al acariciar su redondeado vientre, y mi abuelo le traía frutas frescas a su esposa para asegurase que su bebé nacería saludable.
Y así fue: Alba dio a luz una bebé de mejillas rosadas, a la cual bautizaron Diana, mi madre.
Les costó acostumbrarse a levantarse en las madrugadas a calmar sus llantos y a darle de mamar, pero su hija creció en una cuna de amor acumulado durante años. En lo que pareció un abrir y cerrar de ojos, ser convirtió en una alegre pelirroja que jugaba a hacer té con toda hoja medicinal que encontrase en el macetero de su madre. Pero lo que Vesta les dio, Vesta les quitó.
Su preciada niña, Diana, creció visitando el templo para orar y entonar cánticos. Le gustaba saludar a los barbudos sacerdotes por su nombre y escuchar sus sermones bien planeados. Y por ello, la sabiduría germinó temprano en su alma como flor de primavera. Se interesó tanto en la fe de sus padres que, a los diez años, la niña pelirroja sintió el llamado de unirse a la Orden de las Vírgenes Vestales.
Los sacerdotes aceptaron su propuesta y la enclaustraron en el templo. A tan corta edad, Diana no volvería a ver a sus progenitores. Es más, una vez dentro de ese hermoso templo de mármol, ningún habitante de Rasena la volvió a ver siquiera en la feria.
Allí dentro, la Vestalis Máxima le enseñaría santidad, deber, justicia y honor. Pero, ante todo, sería entrenada para manipular el fuego sagrado sin compasión para defender a los más inocentes.
Alba lloró en los brazos de su esposo la noche en la que su hija se marchó al templo. Lloró hasta que le dolió la cabeza y se le cerró la garganta. El nido de mis abuelos quedó vació demasiado pronto. Ya nadie gritaba en la casa, no había hija para desayunar ni a la que darle un beso de buenas noches. Y ahora no sabían que era peor, si no haber tenido nunca una hija, o haberla tenido y verla irse. Añoraban el don del ignorante: nadie llora por lo que no sabe que ha perdido. Además, al convertirse su única hija, su milagro, en una servidora casta del templo de Vesta, tampoco tendrían nietos.
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La gloriosa ciudad Rasena estaba ubicada a la orilla de un puerto. Nuestros antepasados, hartos de ser invadidos por bárbaros que saqueaban fácilmente sus tesoros y dejaban embarazadas forzosamente sus mujeres, se asentaron allí en una península de difícil acceso para los barcos piratas. No obstante, nunca pudieron librarse de los lobos, los cuales, aún en medio de esa empinada montaña, invadían la ciudad para descuartizarlos con sus garras. Siempre atacaban con astucia en manadas y con sus tenaces fauces, podían incluso destrozar el fémur de un soldado. De hecho, muchos soldados morían combatiéndolos, pero aún así solo lograban matar unos cuantos lobos. Y es que por más heridas que les abriesen con sus lanzas, la mayoría de los lobos regresaban a su guarida, y allí sus heridas eran regeneradas. Incluso la líder de la manada, una portentosa loba blanca, podía resucitar en caso de que lograsen degollarla.
Los lobos eran prácticamente invencibles. Inmortales. Intocables.
Así que, hartos de dormir con un ojo abierto, los rasena recurrieron a su fervor y a su fe para obtener protección divina. Y, su diosa Vesta, compadeciéndose de ellos, les concedió el regalo más preciado jamás recibido: la Llama Sagrada, la cual ahora ardía dentro de su templo sobre un altar de plata.