Debía ser mentira. No creía en las palabras de su madre, no sabía que era lo peor de la situación enterarse que hace pocas horas su padre había fallecido o que su madre lo culpaba de su muerte. El pequeño Carter corrió con todas sus fuerzas a su habitación, no estaba seguro de lo que pasaba a su alrededor, probablemente podría ser una de esas pesadillas de las cuales su padre lo había salvado pero en está no estaba a su lado, con él.
Aunque aquella posibilidad de no estar en un sueño lo atormentaba, se sentía culpable temiendo con todo su corazón que realmente por su culpa su padre este muerto, sentía el peso de la culpa sobre sus hombros al recordar a su madre gritar hasta dañar su garganta: ¡Tú lo mataste!, también recordó como hace unos días en su fiesta había llorado con fuerza por no obtener el regalo que deseaba por su cumpleaños y como su padre le había prometido entregárselo está tarde.
Sus cabellos rizados se adherían a su rostro con el perlado sudor de su frente; y no se detuvo hasta llegar a su guarida cerrando con un portazo asegurándose que su puerta se encontrará trabada. Aún no lo asimilaba.
—Tu padre murió por tu culpa, Carter—. Recordó escuchar de su madre antes de salir huyendo.
Escuchaba el eco del pasillo al golpeteo de lo tacones de su madre, contra el suelo. Quería un abrazo de ella en estos momentos, sin embargo, no era el momento indicado. Cuando se detuvo el ruido a su alrededor tres sutiles golpes a su puerta resonaron en el silencio.
—Ábreme, Carter—. Escuchó con un tono amortiguado.
Tuvo la intención de esconderse bajo sus sábanas, las cuales siempre lo protegían durante la noche. Solamente bastaba con cubrirse con ella y todo el mal a su alrededor sucumbía ante él, su padre había dicho que era un escudo contra los malos espíritus, que repelía al miedo como a mosquitos, y no podía estar más de acuerdo con él.
Pero no, ya era un niño grande. Aunque las lágrimas aún caían sobre su rostro, bañando sus mejillas hasta bajar por su cuello. Con dificultad tomó el pomo entre sus manos hasta girarlo; tenía seis años pero ahora era su deber cuidar de su madre como su padre había cuidado a ambos. Al encontrarse con el rostro de su madre no pudo controlar que las lágrimas salieran con fervor, hipando en ocasiones.
—Mami…—. Murmuro el pequeño.
Aquella simple palabras derrumbó las murallas de la mujer, descolocándola. La joven mujer cayó sobre sus rodillas para estar a la altura de su pequeño y envolverlo en sus brazos. Pero no están tranquila algo le decía que el culpable de la muerte de su marido se refugiaba en ella y no podía permitirlo, la había apartado del único hombre que la amó con todo y su enfermedad.
Con brusquedad lo separó de ella.
—Todo es tu culpa, maldita sea.— Gruño desesperada. —¿Por qué lo hiciste, Carter? ¿Por qué mataste a tu padre?
—¿Mami...—. Observo sus ojos con desespero.— Yo no lo hice, yo no lo maté.
Tras sus palabras, soltó sus pequeños brazos como si quemará y sin poder sostenerle la mirada otro segundo la apartó de inmediato. La duda había sido sembrada en su pecho, oprimiendo su corazón con un dolor en el alma.
Debía creer en su hijo pero una vocecilla le decía que alguien era el culpable y si no era él, nadie más podría, dejándolo como el único acusado.
—¡Mientes! ¡Claro que lo hiciste, ¿quién sino tú?!
Debía decidir con premura si creerle a su hijo o a la parte irracional de su cabeza, a su enfermedad que la atormenta a y ahora con más fuerza, las pastillas se habían perdido entre sus dedos por el desagüe hace unos momentos, tal vez y con suerte podríamos encontrar unas cuantas en su frasco.
—¡Créeme! Mami, yo no fui, créeme—. Pidió el niño con voz quebrada y asustadiza. —¿Por qué no me amas?—. La pequeña pregunta saltó de sus labios con tanta inocencia, decolocándo a la mujer por unos segundos.
Carter recordó laa palabras de sus padre: Las personas que te aman procuraran no lastimarte nunca.
Las atesoraba en su mente ya que su padre se las recordaba cada día, pero lamentablemente aún no comprendía su significado, en su mente pensaba que al amar a una persona no debía hacerle daño. Por otro lado, la joven estaba procesando sus palabras, aquellas que en algún momento de su vida las mencionó a otras, por no quererla de la forma que siempre necesito. Y que hasta ese día solo una persona pudo comprenderlas y amarla tal y como ella era.
Sin embargo, también recordó con rencor en su pecho como cada una de esas personas le respondió con descaro y repudio.
—Por qué las personas como tú no merecen ser amadas—. Dolió pronunciarlas, y sabía aún más como dolía el escucharlas.
Con un intento de sonrisa en pequeño, sentía su corazón desfallecer, sólo la tenía a ella en ese momento en el que deberían por el contrario estar más juntos que nunca dándose el apoyo que solo ellos podrían darse.
—Pero yo sí te...—. La frase terminó muerta en su garganta y sentía cómo sus palabras lo asfixiaban.
Al terminar en el suelo y con su mejilla palpitante.
—¡Cállate!—. Espetó. —Por favor, cállate—. ¿A quién le hablaba a su hijo o a su conciencia? Temblaba pero no tenía frío, era de día y apenas comenzaba. —¡Te odio, tú lo apartaste de mí! ¡Te odio!
Giró sobre sus pies para perderse entre los pasillos, intentando regular su respiración. Todo se había salido de control. Más deprisa corrió a su dormitorio en busca de las pocas pastillas que poseía.
Mientras tanto su hijo lloraba en el suelo sin tener las fuerzas necesarias para levantarse. Lloraba por su padre, lloraba por su madre, por no tener valentía para ayudarle a su madre, para evitar verla llorar.
Al llegar el anochecer y la cordura de la joven. Pensó en un bien para su hijo, y en todos terminaban: él lejos de ella. Pero era lo correcto, lo necesario, debía enfrentar y controlar las bipolaridas que la desafiaba constantemente.