El nacimiento de la bebé fue un instante de emociones encontradas. Por un lado estaba la felicidad de ver a su hija sana y llena de vida, pero por otro solo estaban ellos dos para darle la bienvenida. La madre de Jimmy había fallecido tan solo dos meses antes producto de su mala salud. Un duro golpe que aún pesaba sobre sus ánimos.
Las cosas no podían ir peor para Jimmy. Era padre y debería sentirse feliz por ello, pero estaba lejos de experimentar esa felicidad, se sentía agobiado por el cúmulo de responsabilidades que de pronto cayeron sobre su cabeza.
Ahora que su madre ya no estaba, los ingresos que ella reportaba tampoco. El salario que él llevaba a casa no era suficiente. Había que pagar el alquiler, y aunque era barato dado el barrio pobre en el cual vivían, no podía retrasarse sino los tres terminarían en la calle. Se sumaban los costos de la vida, que ahora ya no solo era alimentos, luz, agua, gas y electricidad, sino también leche, pañales, ropa para esa pequeña que solo le duraba un mes porque crecía cada día un poco más, así como un fondo aparte para los controles médicos.
Se sentía total y absolutamente sobrepasado y eso afectaba su relación con Vania y con la pequeña Esperanza, como habían nombrado a su hija.
Desde que tuvo que asumir su paternidad, trataba de pasar en casa lo menos posible. Amaba a Vania y también a su hija pero verlas, solo era un recordatorio constante de que su vida se había truncado y que sus sueños habían volado lejos. Lo único que lo mantenía alejado de esos pensamientos derrotistas era la compañía de sus amigos del alma, aquellos que hacían su guarida en el piso inferior, en el departamento de uno de ellos. Allí se sentía libre. Se sentía un joven exento de responsabilidades otra vez. Con ellos veía partidos de fútbol y jugaba videojuegos hasta altas horas de la madrugada, todo para olvidar el peso que ineludiblemente se cernía rígidamente sobre él.
Se sentía atrapado y sin salida, pero eso se lo guardaría para sí mismo, jamás lo reconocería ante sus amigos. La situación de Jimmy para ellos no era impedimento para llevarlo por el mal camino, que aunque no tenía nada que ver con drogas o alcohol, le impedía tomar la responsabilidad adquirida voluntariamente con Vania y la bebé. No le ayudaban a ver la importancia de la necesidad de desvivirse por su nueva familia.
Sin haber podido terminar sus estudios era difícil aspirar a un buen trabajo, por ende su salario apenas les alcanzaba. Y aunque la razón le decía que debía buscarse un segundo empleo mientras Vania no pudiera hacerlo, sus amigos por otro lado lo tentaban a dejarse llevar por el cansancio, a tomarse un tiempo de relajo en su compañía aunque aquello fuera en desmedro de su relación con Vania y su hija y de paso, con sus finanzas.
Poco a poco Jimmy comenzó a conformarse solo con llevar el dinero a casa. Lo que pasara dentro de ella y con sus habitantes parecía ya no ser de su incumbencia.
Los meses pasaban y Vania no podía dejar de sentirse abandonada. Primero por su madre, luego por la que podría haber llegado a ser su suegra y finalmente por la persona más importante para ella después de su hija, su amado Jimmy.
¿Dónde quedó aquello de “No te dejaré sola”, “Estamos juntos en esto”? Debió imaginarse que Jimmy solo lo decía para tratar de calmarla, porque desde que ella llegó a su departamento luego de que su madre se desentendiera de ella, se sentía en la misma vorágine de sentimientos que se le acumulaban pesadamente sobre su corazón. Indefensión, decepción, incertidumbre, dependencia obligada…… soledad.
Ni siquiera su hija era capaz de sacarla de esa tristeza, una tristeza que lo único que consiguió fue secarle la leche y enclaustrarla entre cuatro paredes.
¡Cómo extrañaba a Jimmy! El tiempo que compartió con él le parecía tan lejano ya. Extrañaba sus besos, sus abrazos, sus caricias, sus encuentros a escondidas bajo la escalera o detrás de las graderías de la cancha en donde Jimmy solía jugar a la pelota. Todo eso ya era parte del pasado. Sentía que aquel amor que un día los unió ya no existía, al menos por parte de Jimmy y que si estaban juntos, solo era por la pequeña Esperanza.
Se moría de ganas de vivir la experiencia de ser padres junto a él, que compartiera con ella la alegría que reportaba el simple hecho de bañar juntos a su bebé, que le diera su biberón o que se atreviera incluso a cambiarle los pañales, pero hasta ese momento, todas aquellas aventuras las disfrutaba ella sola.
Le dolía ver a Jimmy partir temprano en la mañana, ya no a la escuela sino a trabajar. Le dolía verlo amargado, triste, sin motivación, porque estaba segura de que ni ella ni su hija eran motivación suficiente para pelear por un futuro distinto. Aquella unión no auguraba nada bueno para ella, su bebé, y por añadidura, a Jimmy, que sucumbía cada día ante una actitud conformista que la alejaba, quizás sin querer, de ellas.
Muchas veces le reclamó con cariño su falta de compromiso y le recordaba aquellas promesas que no hacía mucho tiempo pregonaba a todo pulmón en pro de su amor. Y aunque trataba de entenderlo, a su vez rogaba que él entendiera que no había sido el único que había dejado atrás sueños, que, cómo él le había dicho, estaban juntos en esa empresa llamada “familia”.
Vania no pedía más dinero, solo un poco de su tiempo, rastrojos de él, que le permitieran crear vínculos profundos, como aquellos que les fueron negados a ambos desde que vinieron al mundo.