A Vale Saporiti
—¡Vamos! ¡Levántate, maldito asesino! —el policía lo pateó para que se pusiera en pie.
—Pero… ¿Qué pasa? —se extrañó Andrés al ser despertado con violencia y ver que estaba en un calabozo. No sabía cómo rayos había llegado allí y tenía una jaqueca terrible que amenazaba con romperle la cabeza.
—¿Preguntas qué pasa? Lo que pasa es que eres escoria, pichón. —el policía siempre había querido decir eso imitando al mejor personaje de Black Rock. Agarró al detenido por la nuca antes que protestara y lo sacó a empujones de la celda—. Ya sabrás lo que pasa cuando el teniente te cuente, escoria.
El oficial Caldillo parecía un fideo y su voz de niña no intimidaba a nadie, usaba la violencia para poder asustar a los delincuentes.
Caminaron por los pasillos del destacamento hasta llegar a un cuarto de interrogatorio. Andrés no salía del susto ignorando que sucedía. Lo sentaron en la silla y fue esposado al tubo de la mesa. Una solitaria lámpara lo iluminaba.
—No existe ser más despreciable para mí que los psicópatas asesinos. Agradece a Dios que no tengo una Carlota conmigo, porque si la tuviera, te daría la paliza que una escoria como tú se merece.
Andrés no tenía idea de qué carajo hablaba, cuando otro policía entró en el cuarto y los vio con mala cara. Tenía una fractura en el puente de la nariz, un golpe feo que le amorataba el área de los ojos y parecía que llevara antifaz. Aquel nuevo agente del orden sí sabía atemorizar con su robusta corpulencia y rostro de pocos amigos. Carraspeó con mucha naturalidad y Caldillo entendió la indirecta. Salió del cuarto de interrogación dejándolos a solas.
Andrés seguía asustado y muy confundido, no sabía cómo había terminado tras las rejas. Lo último que recordaba era que estaba trabajando en el bar y luego despertó en la celda. Él era un hombre honrado y tranquilo, nunca le había hecho daño a nadie. Se devanaba el cerebro tratando de descifrar qué sucedía, pero su confusión no lo dejaba pensar con claridad. El policía mal encarado lo miró con ojos ceberos y depositó una carpeta amarilla que contrastó con la oscura superficie de la mesa.
—Soy el teniente Eros Saporiti de homicidios —se identificó el oficial—, y lamento decirle, Señor Delgado, que está usted en un gran problema.
Andrés se encogió en la silla mareado, sin escuchar bien al policía que le hablaba escrutándolo desde el otro costado de la mesa. Le tenía miedo a ese hombre. En la cara del teniente Saporiti se notaba el desprecio que sentía hacia él. Ignoraba qué había hecho para granjearse semejante agresividad y porqué lo tenían en custodia.
—¡Por el amor de Dios! ¿Puede decirme qué sucede aquí? —exigió desesperado.
—Lo mismo que le acabo de contar, mal nacido. Esta usted bajo arresto por el asesinato de siete personas.
Andrés estuvo a punto del infarto al escuchar semejante acusación. Él, que no podía matar una mosca, menos podría haber asesinado a esa gente. Todo era un terrible mal entendido.
—Lo siento —comenzó a disculparse—, pero esto es un error. Yo no…
—¡Claro que sí! Fue un error asesinar a esas personas a sangre fría.
Esto no puede ser cierto, pensó atemorizado, rezando para que alguien escondido saltara de cualquier sitio, cámara de filmación en mano, y prendieran las luces confesando que era una broma, pero nadie salió de ningún lado y solo la lámpara que lo iluminaba siguió encendida.
El teniente Saporiti se inclinó enojado hacia Andrés con ambas manos sobre la mesa, conteniéndose, agotado por todo el ajetreo del día y no estaba de humor para darle largas al asunto. Se notaba que el golpe que tenía en la cara le dolía bastante.
—¿Esta es la parte donde niegas que eres culpable y que no tienes nada que ver con lo que pasó? —dijo mientras habría la carpeta y mostraba unas fotografías sin perder de vista los ojos del detenido—. Porque entonces está será la parte donde te muestro las pruebas y tú te meas en los pantalones de miedo entendiendo que nada te salvará.
Andrés se espantó cuando vio en las fotografías, los cadáveres de varias personas. Sintió como si se le secara el estómago dándole ganas de vomitar. Sufría de hemofobia y, aunque solo estaba viendo la sangre en las imágenes, palideció como una hoja de papel.