Watanabe Chan

¡Patética!

Capítulo 3

La Watanabe entra como un ciclón en casa de sus padres y no se detiene hasta llegar a su cuarto. Allí se deja caer, ahora que está a solas por fin, sobre la cama y llora a lágrima viva. Estuvo conteniéndose hasta llegar a su refugio, aunque no pudo evitar que algún sollozo se le escapara por el camino. Pero ahora lo que le salía era una cascada de agua por los lindos ojitos. Ella era tan tierna, hasta llorando, con la nariz roja llena de mocos y babeándose, que si alguien la viera en ese momento haría lo que fuera para volverla a ver feliz. 

“¡Baka,  kusokurae!. Anata ga kirai ​​desu“(¡estúpido, vete a la eme!. Te odio.).

En su mente solo podía gritar dos cosas recordando a su odiado prometido, que son las únicas palabrotas que se le ocurren, pues no conoce más insultos. ¿Cómo podría conocer otros apelativos malsonantes si toda su vida ha sido la niña buena de papá y mamá?. La buena hija, la buena nieta, la buena amiga, la buena alumna. 

Por eso todos la querían. Era tan… ¡Patética!. 

“Soy patética. Esa es la palabra y no otra”. Sus pensamientos la atormentaban. Sobre todo recordando a la mujer que encontró en brazos de Ran. De medidas perfectas y cara de diosa. Estaba desnuda completamente así que Aiko la vio de arriba a abajo, casi de un vistazo. 

Watanabe es pequeñita, apenas un bultito con protuberancias suficientes como para decir que es una chica. Siempre fue de carácter tan aniñado y  mimoso, que compararla con un pastelito de crema, sería totalmente acertado. No, definitivamente, no era una belleza deslumbrante. Pero había algo en ella que hacía que los demás simplemente la amaran. Quizá porque era amorosa y dulce.

Quizá porque sus ojos brillaban como piedras de azabache. Quizá sería porque su boca era una mancha turgente de color rosa bajo su nariz, redondita y pequeña. Quizá porque reía fácil. Algunas pecas salpicaban los cachetes, como si fuera poco su aspecto angelical. El pelo negro, liso, con brillos azules eran el marco perfecto para aquella piel que no era blanca sino  puro nácar. 

“Soy… una poca cosa.” Watanabe se levantó con la cara desastrada por el llanto y fue hasta el espejo de cuerpo entero que tenía al lado del armario. Se quitó los restos del yukata roto y se contempló con ojo crítico. Plana por delante y plana por detrás. Apenas dos bultitos se marcaban sobre su torso, sus pechos tan pequeños y coronados por dos pezones rosa que un poco más y desaparecen.

Se los aprieta desde abajo con los manitos empujándolos hacia arriba, tratando de que parecieran hermosos y desafiantes, como los de aquella mujer. Era inútil, por más que intentara jamás podría compararse con aquella escultural mujer. Observó su trasero en forma de pera, y también lo empujó como si pensara que milagrosamente se sostendrían las nalgas en alto, respingonas y llamativas. 

“No soy bonita siquiera. No tengo un oficio, ni una carrera. No soy inteligente, ni destaco en ninguna actividad. ¿Por qué alguien como Ran, que es un hombre perfecto, me querría a mí?.”

Se dejó caer en el suelo, llorando desconsolada. No tenía caso pretender ser valiosa para alguien como él. No la había querido su bello hermano, y tampoco la querría su supuesto prometido. La única forma en que estaría casada un día sería por omiai, pues nadie pediría su mano si no fuera por un contrato. Saber esto, le dolió más que cualquier otra cosa que hubiera experimentado en su vida. 

La Watanabe no veía, como veían otros, sus curvas suaves, su piel brillante, su ombligo rompiendo la curva de su estómago sensualmente, su pubis apetecible, sus muslos redondos y sus sedosas piernas. Sus brazos se torneaban formando un hermoso camino hasta sus hombros donde las dos clavículas y el cuello atraían miradas deseosas. Su nuca gritaba por ser besada y la línea de la oreja daban ganas de mordisquearla.

Todo eso y más, acompañando el bello rostro y el pelo largo hasta la espalda baja, era lo que había visto Ran desde el primer día, incluso antes, cuando su hermano le enseñaba las fotos que enviaba cada día cuando estaban prometidos. Él fue capaz de apreciar todo lo hermoso en ella, que Aiko no veía. 

Horas más tarde cuando la llamaron a cenar sus padres, se excusó diciendo que no se encontraba muy bien y se hizo la dormida frente a su madre cuando vino a verla. No podía dar la cara frente a ellos en ese momento. Tenía que pensar bien lo que hacer. Por la mañana vio la nota escrita por su mamá donde le explicaba que Ran había ido a recogerla para cenar, pero ya le habían explicado que estaba enferma y dormía. 

Sus papás habían ido a pasar varios días a un onsen de aguas termales a renovar cuerpo y espíritu, según dijeron. Eso significaba que estarían casi una semana en el alojamiento que más les gustaba, el Tsurunoyu Onsen, en la prefectura de Akita, por la atmósfera de ese lugar casi secreto. Avisó a los sirvientes que si el señor Masaharu volvía por allí, dijeran que se había ido de viaje unos días con su familia y todos la miraron extrañados, pues nunca antes había solicitado que mintieran por ella. Pero calladamente, obedecieron. 

Fue como si el destino se confabulara para ayudarla a pensar a determinar qué hacer con su vida a partir de ese momento, pues tuvo mucho tiempo para pensar. Iba a romper el omiai, desde luego. Eso no era cuestionable. En primer lugar, hablaría con sus padres y esperaba ser apoyada en esto. Si no fuera así ya se estaba preparando para marcharse. No volvería a permitir que nadie, ni su familia ni mucho menos un hombre, le dijera lo que tenía que hacer. Eso se había acabado. Cumplió toda su vida con lo que dijeron que era bueno para ella, y el resultado fue este. No estaba feliz. Y Aiko, por primera vez, iba a elegir ser feliz sobre todas las cosas. Y si eso implicaba quedarse sola, sin familia y sin esposo, que así fuera. Construiría una vida a su medida. 

Si sus padres, contra todo pronóstico, estuvieran a su favor, ya había decidido irse al extranjero a estudiar Administración y Finanzas. Algún día, sería la heredera de los negocios de su padre y debía estar a la altura. Ella sabía que en el fondo, estaba hecha para los negocios y solamente inhibió su espíritu para obedecer a sus mayores, pero ya no más. 




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